Una soleada mañana de mayo de
1971
Damián fue en busca de José.
Desde la distancia, observó que este se hallaba sentado bajo la sombra de una
verde y florida acacia junto al borde de una de las recién creadas aceras, con
las piernas despatarradas. Estando un poco más cerca se percató de que, entre
las piernas emergían una veintena de largas y verdiamarillas varas de mimbre,
en cuyo extremo, en su parte más elevada, estaban atadas con un trozo de
cuerda; en el suelo, descansaba la torneada base del cesto mientras que con sus
trabajadas manos comenzaba a entretejer las flexibles ramas; a su izquierda, a
unos cincuenta centímetros de distancia, sobre las grisáceas y rugosas baldosas
se hallaba abierta una «cabritera» de ennegrecidas cachas, hoja afilada y
grandes dimensiones, que era utilizada con destreza por José para recortar las
mimbres, y junto a ella un paquete de Celtas largos con filtro y, sobre este,
un plateado y metálico mechero de gasolina.
Uno pasos antes de llegar, Damián se detuvo
un instante para recolocarse la indumentaria:
—Hola,
güenos días, compare —balbució.
—Güenos están, sí que es verdá. ¿Qué le trai
tan de mañana por aquí? —respondió al
tiempo que giraba la mirada hacia atrás quien, hasta entonces, se hallaba
inmerso en la construcción de uno de los muchos canastos que utilizaba para el
transporte y la venta de pescado, el mismo que abandonó la tarea cuando a sus
espaldas escuchó y reconoció una voz que le resultaba familiar, el mismo que
bajo la blanca y revirada gorra de visera que cubría su cabeza y ocultaba, entre
amarillenta y plateada, una tupida cabellera; el mismo que sobre su torso
desnudo aún se podía ver una abundante y blanquecina pelambre; el mismo que,
sobre su brazo derecho lucía tatuado el rostro de una bella mujer y bajo este
una leyenda que decía: «Amor de madre». Y, un poco más abajo, en el reverso del
antebrazo, el rostro y el torso de una mujer desnuda; el mismo que, tenía su
pantalón, de un suave y fino tergal color crema, remangado hasta la mitad de la
pantorrilla; el mismo que, tenía sus grandes pies enfundados, sin calcetines,
en unas cómodas y gastadas sandalias de cuero negro; el mismo qué, un rato
antes había colgado su camisa de pequeños, claros y oscuros cuadros de una de
las puntas que se hallaban clavadas en la parte alta del tronco de una de las
acacias que habían sembrado en una
hilera en paralelo con las viviendas.
Entre ambos existía una gran amistad desde
la infancia, y, con el paso de los años, esta había ido a más; ya que, tiempo
atrás, Damián se había ofrecido para ser el padrino de Antonio.
Con el rostro cabizbajo, titubeante y
afligido
—Pos, la verdá, es que le traigo una noticia
güena y otra mala.
Al observar el semblante de este, José se
puso en pie con la agilidad que caracteriza a los felinos.
—¡Cómo asína! ¿Ha ocurrio arguna desgracia?
Damián negó con la cabeza reiteradas veces.
—No, no, compare. Tan solo se trata de que
habemos acordao, la comare y yo, de dirnos a viví a Madrí. Aquí es mu dificí
salí p'alante con tantas bocas que alimentá.
José suspiró profundamente, un par de
segundos después, su demudado rostro recuperó el color y la alegría al
comprender que no se trataba de una tragedia.
—Sí, sí que es cierto. En mi casa, si no
juera sío por el río y el picón…, lo que gano en las obras no mos llega pa jacé
frente a la vía… ¿Y la mala? —consultó
con manifiesto desánimo.
—Era esa, compare... La güena, es que quiero
dejále a cargo del chiscón, ya sabe, por si acaso temos que vorvé y asína poé
contá con él, ¿si a usté le paéce bien,
compare?
—Está bien, ¿y con el ganao que va a jacé,
usté?
—No se precupe, compare. Ya lo tengo vendio,
asína que tenga las llaves del candao y no permita que ningún extraño se
adueñe.
—Tranquilo. No se precupe usté por ello, y
si ha de regresá ¡Cuente usté con su propiedá!... ¿Y cuándo tién pensao dirse?
—balbució.
—Mañana, Dios mediante.
Tras dar por terminada la conversación se
despidieron con un fuerte abrazo, y alguna que otra lágrima deslizándose por
sus mejillas. José alzó los brazos y la mirada hacia el Cielo y sin importarle
que otros les pudiesen escuchar:
—¡Te ruego Señó que le vaya bien a mi
compare y a toa su familia! —imploró, suspiró y sacándose un pañuelo de tela
del bolsillo se enjugó las amargas lágrimas.
Un tiempo después, sentados en
torno a la mesa camilla, esperando para comer.
—Papa, por qué no me da usté la llave y le
cuido yo el chiscón a mi padrino.
Mirándole de soslayo a través del rabillo
del ojo, tras una espaciosa y sonora sonrisa.
—Güena idea, hijo mío, pero tiés que tené
mucho cuidao de no rompé na: por si tié que vorvé el compare.
Antonio le miró a los cerúleos ojos y se
creció tal como lo hacen los pavos reales…
—No se precupe usté por eso, papa: que ya me
encargo yo de to.
Al día siguiente, reunidos en la plazuela,
como siempre, junto al portal de Antonio.
—¡A vé muchachos! Tengo una sorpresa —dijo
elevando la voz, intentando acaparar su atención.
—¿De qué se trata, Antonio? —preguntó
Moreno.
—Os tengo que decí, que desde hoy, tenemos
un cuartel al que debemos defendé cómo si fuera de nuestros padres, y, a
cambio, podremos jugá y usarlo pa lo que queramos. ¿Queda claro? —balbució.
—¿Y ónde está el cuartel? —preguntó
visiblemente emocionado, Leandro.
—Seguirme —indicó Antonio, a la par que
iniciaba una repentina y fugaz carrera.
Una vez que atravesaron la última calle,
estando situados frente a la barraca, les informó de que aquella sería el
cuartel y, a continuación, la panda emprendió una súbita galopada para recorrer
los escasos cincuenta metros que les separaban del tentador lugar, al tiempo
que gritaban exaltados.
—¡Yupiii...yupiii! ¡Bien, Antonio,
bieeeeennn! ¡De chupilimanguiliiii!
Moreno era llamado cariñosamente así por ser
este el apodo familiar, y no por el hecho de tener la piel o el pelo negro, era
un chaval alegre y sociable. Antonio y él se conocían prácticamente de toda la
vida y, a pesar de que Moreno contaba seis años menos, nunca fue ningún
obstáculo para su amistad.
Leandro era otro de los chavales de la banda
y acababa de cumplir los nueve. Este lucía media melena de lacios y rubios
cabellos y, además de mostrarse poco sociable, era introvertido y pendenciero.
Al llegar junto a la de la edificación,
Antonio se puso en medio y, tras girarse sobre sus pasos:
—Antes de entrá, hay que hacé un juramento y
formá una banda, y si alguien no quiere, que lo diga ahora; pero que sepa, que
no volverá a jugá con nosotros... Quién esté de acuerdo que levante la mano
—balbució, con voz atiplada. Y, tras comprobar que eran conformes, comenzó a
nombrar los cargos que estos ocuparían, en función de su edad, en la recién
instituida banda siguiendo para ello lo que este había visto en el recinto
escolar. —El patio del colegio era compartido con el cuartel militar que estaba
ubicado en la ciudad, a escasos metros del colegio, donde cada día, Antonio,
observaba ensimismado cómo la mayoría de los soldados desfilaban, mientras que
los que pertenecían a la banda de música ensayaban, un poco más allá, junto a
los servicios públicos, las marchas militares en el Parque de la Coronación.
—Yo seré el capitán; el Vicente, el
teniente; el Pedro, el sargento; el Leandro, el médico y el Moreno su ayudante
y los demás soldaos, ¿Queda claro?
—¡¡Sí!! —respondieron, tras un breve
silencio, coincidiendo al unísono, una veintena de fieles y agitados
mozalbetes.
—¡Vale!, siendo asín, ahora tenéis que jurá
por Dios y por vuestra madre, que cuidaréis siempre del chiscón cómo si fuera
de vuestros padres y que no romperéis na, ni dejaréis que otros lo hagan.
¿Estáis de acuerdo y lo juráis?
—¡Sí, lo juramos! —respondieron
entusiasmados y enérgicamente. Acto seguido, abrió el candado y, al observar lo
que había dentro, decidió desprenderse de todo aquello que no les sirviese y,
sin pensárselo, se pusieron manos a la obra. Lo primero en sacar, fueron las
conejeras; después, continuaron desmontando, con sumo cuidado, el resto de las
instalaciones a la par que las iban depositando cuidadosamente sobre el tejado.
—Con el fin de preservarlo en buen estado, por si acaso tenía que retornar
Damián.
Así fue como la barraca se convirtió de la
noche a la mañana en el «Cuartel General» de la recién creada y organizada
banda, compuesta por una veintena de fieles, bravos y obedientes guerreros,
cuya edad oscilaba entre los doce años del capitán o el teniente y los cuatro
del más pequeño, este último sobrino del «capitán» Hinojal-Sánchez.
En su tiempo libre, Antonio, además del
cuidado de los sobrinos, se encargaba de ir a echar de comer y liberar durante
un par de horas o tres al día a los seis perros que su cuñado utilizaba para la
caza, los cuales permanecían atados a sus correspondientes casetas. —Un bidón de chapa, de los utilizados para el
agua en las obras, tumbado en el suelo y con un agujero que les permitía la
entrada para descansar sobre una mullida y cálida capa de borra. Estos, además
de estar situados al resguardo de una pared de piedra que mediaba entre un
prado y la plazuela, estaban anclados al suelo con un cable acerado y, sobre la
techumbre, varias piedras para evitar que el aire los desplazase.
Tras la migración de Damián,
un mes después.
Con el lanzamiento de varios
cohetes en la Plaza Mayor se anunciaba a los ciudadanos el inicio de las ferias
y fiestas de la ciudad. Antonio disfrutaba «como un enano» recorriendo el
recinto ferial en compañía de sus padres y hermanos. Disponían de cuatro días
por delante para disfrutar de todo cuanto se había instalado en el Parque de la
Coronación. Las atracciones ejercían sobre él un enorme deseo y anhelaba
subirse en todas, aunque, era consciente de que tendría que conformarse con
deleitarse con las que sus progenitores consideraban de menor riesgo y, como
era sabedor de la exigua liquidez familiar, este lo aceptaba de buen grado y
trataba de regocijarse de las demás a través de la imaginación.
Caminando por uno de los paseos que
discurría entre las casetas, mientras que los adultos se entretenían mirando y
comprando algunos de los productos que
allí se podían adquirir: patatas fritas, churros, gambas cocidas, trozos de
coco, chufas, encurtidos, escabeches e infinidad de frutos secos o turrón de
cacahuetes, Antonio iba recorriendo una a una, sin perder de vista a los suyos,
las barracas dedicadas al tiro con escopetas, dardos… y, aprovechando que sus
padres y hermanos decidieron hacer un alto para tomar un refrigerio en uno de
los bares, optó por quedase junto a la del tiro con arco, permaneciendo allí
por espacio de una hora totalmente abstraído de la realidad: imaginando a los
de la banda armados, al estilo deRobin Hood, para defender el acuartelamiento.
Y, como colofón a las ferias y fiestas, al
día siguiente en casa de los Hinojal-Sánchez se volvían a reunir para celebrar
el cumpleaños de Antonio y, una semana después, las puertas del colegio se
cerraban para dar paso a las vacaciones estivales.
Al día siguiente, a primeras horas de la
mañana junto al «Cuartel…»:
—¡Atención!, muchachos. Hoy, vamos a ir a
cortá retamas, y, aluego, más tarde, en busca de gamonitas. ¿Queda claro?
—Antonio, ¿y qué vamos hacé con eso?
—curioseó Leandro.
—¡Tú! —indicó, señalando a Moreno—. Entra en
el chiscón y coge el hacha y el serrucho que están en el cajón grande, ¡date
prisa!, que entoavía queda mucho por andar.
—A la orden mi capitán —respondió ágil y
enérgicamente con un pie dentro y el otro aún fuera de la barraca y, en menos
de lo que canta un gallo—: Ya estoy aquí —notificó, al tiempo
que le mostraba las citadas herramientas, elevando una en cada mano.
Tras cerrar la puerta, echar el candado e
introducir la llave por el hueco que en su día utilizaban las gallinas cada vez
que a estas les apetecía entrar o salir, emprendieron el camino sin más demora
hasta llegar al lugar en que abundaban las retamas grandes, en las
inmediaciones de la encina Peo, y después de mandar cortar aquellas que a él le
parecieron idóneas:
—¡A vé!, vosotros tres —dijo señalando a
Leandro, Miguel y Julio—. Llevá estos palos al chiscón y quedarsos allí
endentro hasta que yo llegue.
—¡Jodél!, ¿y por qué, yo? —reprochó entre
dientes, Leandro.
Antonio se fue hacia él como una flecha,
acercó su cara a unos veinte centímetros y le miró fijamente a los ojos con las
pupilas tan contraídas como las de un gato a plena luz de un día de verano.
—Porque yo lo digo, ¿te parece bien?
Leandro dio un paso atrás a la par que
evitaba la intimidatoria mirada.
—Sí —dijo sin más: «Ya sabemos que es
siempre lo que tú digas y si no es así, nos echas de tu lado… ¡así cualquiera,
no te jode!».
Antonio se volvió hacia los otros sin dar
muestra del júbilo que le producía el sentirse como el macho Alfa de la manada.
—¡Seguirme!, que sé un sitio donde hay
muchas gamonitas —indicó. Y después de recoger solo aquellas que eran rectas y
de la temporada anterior—: ¡Vámonos, ya!, que con estas tenemos de sobra.
Al retornar al punto de partida, sin previo
aviso, salió corriendo hacia la piconera —Pequeño almacén que tenía, José, para guardar las redes y el «cisco»— y, al observar que la puerta estaba abierta de par en par se dejó llevar por
los malos pensamientos; pero una vez allí, se tranquilizó al comprobar que era
su padre el que se encontraba en el interior:
—Hola, papa —dijo al tiempo que se inclinaba
para darle un par de besos.
José le miró de soslayo.
—¡¿De qué vendrás juyendo, Pirata?! —dijo
con tono afectivo.
Antonio puso cara de chico bueno.
—Papa, ¿puedo cogé l'alambre y el ovillo de
cuerda?
Enarcando la ceja derecha se volvió hacia su
hijo.
—¿Pa qué lo quieres?
Antonio bajó el tono de voz y la mirada.
—Pa hacé arcos y flechas.
—¿Y pa qué son esos achiperres, hijo?
Antes de responder, temiéndose lo peor, echó
un paso hacia atrás.
—Pa jugá y cazá —susurró.
José chasqueteo la lengua.
—La verdá hijo, es que cá día me sorprendes
con tus ocurrencias —dijo con tono burlesco—. Pués llevátelo, pero escucha bien
lo que te voy a decí: no se t'ocurra cazá gatos, perros, gallinas ni ningún
otro animá que tenga amo. Porque, si no es asína, te meto una zurra que te
cagas por las patas pa'bajo.
El afectado rostro de Antonio demudó a una
fase de júbilo con la rapidez de un guiño.
—No se precupe usté, papa, solo cazaremos
pájaros y conejos de campo.
—Y ten mucho cuidao de no jerí a nadie.
¿T'has enteráo bien? —advirtió.
Antonio asintió reiteradamente con la
cabeza.
—Sí, papa. No se precupe usté.
Una vez recogido el material, y un par de
sacos de yute, se enfiló hacia el acuartelamiento emprendiendo una precipitada
y veloz carrera para continuar con los planes previstos.
—¡Moreno, coge la hoz y vente cormigo!
—ordenó enérgicamente, tras retornar.
—¿A ónde vamos?
—¡Venga!... ¡Date prisa y no preguntes tanto, Jodé!
—Es que me tengo que ir a comé enseguía, que
aluego, si llego tarde me riñe mí padre.
—Mi niño, pero si no vamos a tardá na, es
solo pa segá un poco de yerba, pa llená estos sacos.
—¡Vale!, iré contigo, pero en cuantito que
sea la hora de comé: me voy pa mi casa.
Una vez logrado el objetivo se marcharon
prestos a comer, con el fin de volver a reunirse después de la siesta, a eso de
las cinco.
La tarde estuvo animada y laboriosa, sobre
todo para Antonio, ya que él, asumió la tarea de construir los arcos y la
mayoría de las flechas. El suyo, además lo adornó con unas plumas de gallina
negra, dándole así el aspecto de ser el arco de un Jefe Indio y después de
realizar varios tiros y comprobar que las flechas no se dirigían en línea
recta: «¿Qué pasará si le pongo un poquino más d'alambre en la punta?», pensó.
—Moreno, traime las estenazas que están en
el cajón de herramientas —dijo haciendo un ademán apremio con la mano y,
seguidamente, con el utensilio en su poder, tomó una de las gamonitas, la
sujetó entre las rodillas y, tras darle cinco o seis vueltas, cortó y apretó el
alambre con las tenazas.
—¡A vé, si ahora hay más suerte! —manifestó,
al tiempo que, de un salto, se puso en pie y ordenaba que le acercasen su arco.
A continuación, tensó el arma con todas sus fuerzas y, apuntando hacia un
milano que sobrevolaba la zona, a la altura de los tejados, efectuó el disparo
e impacientemente recorrió con la mirada reiteradas veces la distancia entre el
objetivo y la trayectoria de la apresurada saeta, mientras que, con los ojos
como platos, observaba abstraído cómo esta se abría paso en línea recta hacia
la oscura silueta, que en aquel instante surcaba los aires justo por encima de
donde él se encontraba. Unos segundos
después, fue testigo de cómo la flecha impactaba contra la rapaz y de cómo esta
abandonaba a toda prisa el lugar después de haber recibido el inesperado
impacto, dejando tras de sí una estela de plumas que se precipitaban suavemente
en zigzag simulando el vaporoso y pausado vuelo de las mariposas.
—¡Vaya hoctia que l'has metío! —gritó
eufórico Vicente, mientras que los demás aplaudían enérgicamente, sin salir de
su asombro.
Tomó una de las varas e introdujo una punta
con la cabeza hacia atrás y prosiguió dándole cuatro o cinco vueltas con el
alambre y, después de apretarlo, cortó el sobrante: «Vamos a vé si hay más
suerte ahora», pensó mientras apuntaba y disparaba sobre uno de los sacos que
haría las veces de diana.
»Le bastaron un par de segundos, para ser
consciente de que algo había salido mal: la flecha había rebotado en el saco y
yacía en el suelo junto a este sin más. Antonio corrió desesperadamente con la
intención de descubrir cuál era la causa de su fallido intento, mientras que
los demás se quedaron estáticos, en silencio y sin saber cómo reaccionaría este
después de haber fracasado por segunda vez; pero, para sorpresa del grupo, este
regresó junto a ellos con una amplia sonrisa dibujada en los labios. Durante unos
segundos, permaneció estático, con los brazos cruzados y las piernas
ligeramente abiertas, miró hacía arriba y a la derecha simultáneamente tratando
de concentrarse: «Ya sé lo tengo que hacé. Un poquino más d'alambre y, vale».
—¡Esperarme aquí! —ordenó, tras darse una
palmadita en la frente—, que voy a la piconera y vengo enseguía —especificó.
Diez minutos después, regresó portando en su
mano derecha un puñado de puntas. Moreno
pestañeó un par de veces, se encogió de hombros y de manera mecánica hizo un
movimiento ligero echando la cabeza hacia atrás contrariado por la
incertidumbre.
—¡¿Pa qué son las púas?!
Antonio se llevó el dedo índice erguido
hacia sus labios y después le sonrió y guiñó un ojo.
—Me s'ha ocurrío una idea.
Los demás quedaron impávidos mientras
observaban cómo este introducía en la gamonita una punta, con la cabeza hacía
atrás y, calculando hasta donde llegaba la testa, cortó un trozo de alambre y
justo detrás hizo un torniquete, y poniéndose en pie de un salto, se dispuso a
comprobar si había merecido la pena tanto quebradero de cabeza. Pidió el arco de nuevo, apuntó hacia el saco,
giró la cabeza hacia la derecha, cerró los ojos y efectuó el disparo. Unos
segundos después, el griterío y los aplausos de los integrantes de la banda le
hicieron comprender que esta vez sí lo había logrado y regresó junto a estos
caminando erguido, con los pulmones henchidos a rebosar y mirando en todas
direcciones: sin tratar de disimular la emoción que le embargaba.
Aquella tarde, el tiempo transcurrió de
manera vertiginosa y, sin apenas darse cuenta, la oscuridad vespertina invadió
por completo el lugar. Después de
recoger y colocar las armas en el interior del acuartelamiento se despidieron y
acordaron reunirse al día siguiente, como de costumbre, en la plazuela.
A la mañana siguiente, el primero en
aparecer en el lugar acordado fue Antonio. Y lo hizo acompañado de un cuaderno,
un lapicero y dos cartones cuadrados, de unos cincuenta centímetros de lado,
bajo el brazo, pegados al cuerpo. En ellos había dibujado unos círculos de
distinto tamaño, además de haberles pintado con diferentes colores. Un par de minutos después, apareció Moreno y,
a eso de las nueve y cuarto, el resto:
—Buenos, días Antonio, ya estamos tos
—saludó Leandro, siendo este el último en llegar.
—Hoy, vamos a prepará un campo de tiro pa vé
quien tiene más puntería —anunció «el capitán».
—¿A qué estamos esperando? —irrumpió Pedro,
con voz de pito.
—¡Adelante, seguirme! —gritó Antonio, al
tiempo que emprendía una apresurada carrera y, tras él, al trote, exaltados y
gritando enérgicamente corrieron los demás.
—¡Bien!, ¡Bien!, ¡Bravo!, ¡Vivaaaa!
Al llegar a la barraca, después retirar el
candado de la puerta, Antonio se puso a un lado.
—Hay que sacá los arcos, los sacos de yerba,
el ovillo de cuerda y la hoz —ordenó de manera apremiante. Y una vez cumplido
el mandato, tomó la madeja y se dispuso a medir la circunferencia de los sacos
para asegurarse por dónde tendría que cortar la sirga. A continuación, perforó
los cartones por las cuatro esquinas, a una distancia de unos diez centímetros
de los extremos hacia el interior e introdujo el cabo por los orificios, con el
fin, de amarrarles por detrás y lograr sujetar las dianas en los costales y,
seguidamente, se dispuso a contar treinta pasos para situar la línea de tiro,
dando para ello las zancadas tan grandes como le permitían sus largas y
musculosas piernas. Una vez concluido, se dispuso a comprobar la eficacia del
arco así como su propia destreza.
Efectuados varios y fallidos intentos, al comprender que ni el arco ni
él eran tan eficaces como había presupuesto, determinó que sería mejor reducir
la distancia, y la fue disminuyendo, de cinco en cinco pasos, hasta que al fin,
pudo fijar la línea de tiro a unos quince pasos: a esa distancia, el arco era
efectivo y dedujo que lo de acertar en las dianas sería cuestión de práctica.
—¡A vé, escucharme bien! —chilló, tratando
de llamar la atención de los nerviosos e impacientes arqueros—. Iremos tirando
las flechas por edades y de dos en dos, primero los grandes, y cuando tiremos
las diez flechas cada uno, tienen que ir a recogerlas los siguientes en tirar y
asín hasta el final. ¿Queda claro?... En esta libreta, apuntaré tos los puntos
que consiga ca'uno, y el que gane, puede decí a ónde vamos o, a qué jugamos
esta tarde, ¿estáis de acuerdo?
—¡Sííí, jefe!, lo que mande el capitán
—contestaron la mayoría, casi al unísono.
Al comienzo del torneo, la competición
arrancó bien; aunque sin aciertos, para sorpresa de los mayores. Los problemas,
por decirlo de algún modo, surgieron en el turno de los alevines: estos no
disponían de suficiente fuerza para tensar los arcos que habían sido elegidos
para llevar a delante el evento. Al percatarse del asunto, Antonio dictaminó
que realizasen el tiro con sus propios arcos, ya que estos habían sido
construidos con ramas más delgadas y flexibles. Pero el problema no quedó ahí
y, tras realizar el primer intento, se dio cuenta que la eficacia de los arcos
era también menor y trató de solucionarlo: restando la distancia de la línea de
tiro para los más pequeños. Y, tras realizar varias pruebas y acortamientos,
comprobó que tanto los arcos como los arqueros eran aptos a ocho pasos: así que
decretó que la línea de tiro quedaba fijada en quince metros para los mayores
de once años y ocho para el resto de participantes. Y, una vez solventados los
contratiempos, disfrutaron de lo lindo el resto de la mañana. Sin importarles
lo más mínimo que, aquel día, lo único que se anotó en el cuadernillo fueron
los nombres de los participantes: ya que no solo fueron incapaces de acertar en
las dianas, sino que ni siquiera lo hicieron en los sacos.
Durante quince días, la banda al completo se
empleó a fondo en la práctica y el ejercicio del tiro con arco, entre risas y
decepciones, entre fallos y aciertos, hasta que su destreza y el número los
aciertos adquirieron la deferencia de aceptable. Fue, entonces y no antes,
cuando:
—Mañana iremos a cazá —reveló y, tras el
efusivo revuelo que provocó la noticia, un par de minutos después—: El que no
esté en la prazuela, a la hora acordada:
¡se quedará en tierra! ¿Está claro? —advirtió antes de disgregar la
reunión.
—¿A qué hora, Antonio? —consultó, con los
ojos brillantes por la emoción y alzando un par de tonos la voz, Moreno.
—¿Estás tonto, mi niño? A las nueve y media,
como siempre —gritó, volviendo la vista hacia atrás, antes de desaparecer por
las escaleras del portal.
—Era solo pa no llegá tarde —respondió con
la mirada triste y el tono suave, mientras se despedía de él, agitando la mano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario