miércoles, 29 de junio de 2016

Capítulo I Episodio 3, Vidas Truncadas.


Una soleada mañana de mayo de 1971
Damián fue en busca de José. Desde la distancia, observó que este se hallaba sentado bajo la sombra de una verde y florida acacia junto al borde de una de las recién creadas aceras, con las piernas despatarradas. Estando un poco más cerca se percató de que, entre las piernas emergían una veintena de largas y verdiamarillas varas de mimbre, en cuyo extremo, en su parte más elevada, estaban atadas con un trozo de cuerda; en el suelo, descansaba la torneada base del cesto mientras que con sus trabajadas manos comenzaba a entretejer las flexibles ramas; a su izquierda, a unos cincuenta centímetros de distancia, sobre las grisáceas y rugosas baldosas se hallaba abierta una «cabritera» de ennegrecidas cachas, hoja afilada y grandes dimensiones, que era utilizada con destreza por José para recortar las mimbres, y junto a ella un paquete de Celtas largos con filtro y, sobre este, un plateado y metálico mechero de gasolina.
   Uno pasos antes de llegar, Damián se detuvo un instante para recolocarse la indumentaria:
   —Hola, güenos días, compare —balbució.
   —Güenos están, sí que es verdá. ¿Qué le trai tan de mañana por aquí?  —respondió al tiempo que giraba la mirada hacia atrás quien, hasta entonces, se hallaba inmerso en la construcción de uno de los muchos canastos que utilizaba para el transporte y la venta de pescado, el mismo que abandonó la tarea cuando a sus espaldas escuchó y reconoció una voz que le resultaba familiar, el mismo que bajo la blanca y revirada gorra de visera que cubría su cabeza y ocultaba, entre amarillenta y plateada, una tupida cabellera; el mismo que sobre su torso desnudo aún se podía ver una abundante y blanquecina pelambre; el mismo que, sobre su brazo derecho lucía tatuado el rostro de una bella mujer y bajo este una leyenda que decía: «Amor de madre». Y, un poco más abajo, en el reverso del antebrazo, el rostro y el torso de una mujer desnuda; el mismo que, tenía su pantalón, de un suave y fino tergal color crema, remangado hasta la mitad de la pantorrilla; el mismo que, tenía sus grandes pies enfundados, sin calcetines, en unas cómodas y gastadas sandalias de cuero negro; el mismo qué, un rato antes había colgado su camisa de pequeños, claros y oscuros cuadros de una de las puntas que se hallaban clavadas en la parte alta del tronco de una de las acacias que habían sembrado en  una hilera en paralelo con las viviendas.
   Entre ambos existía una gran amistad desde la infancia, y, con el paso de los años, esta había ido a más; ya que, tiempo atrás, Damián se había ofrecido para ser el padrino de Antonio.
  Con el rostro cabizbajo, titubeante y afligido
   —Pos, la verdá, es que le traigo una noticia güena y otra mala.
   Al observar el semblante de este, José se puso en pie con la agilidad que caracteriza a los felinos.
   —¡Cómo asína! ¿Ha ocurrio arguna desgracia?
   Damián negó con la cabeza reiteradas veces.
   —No, no, compare. Tan solo se trata de que habemos acordao, la comare y yo, de dirnos a viví a Madrí. Aquí es mu dificí salí p'alante con tantas bocas que alimentá.
   José suspiró profundamente, un par de segundos después, su demudado rostro recuperó el color y la alegría al comprender que no se trataba de una tragedia.
   —Sí, sí que es cierto. En mi casa, si no juera sío por el río y el picón…, lo que gano en las obras no mos llega pa jacé frente a la vía… ¿Y la mala? —consultó con manifiesto desánimo.
   —Era esa, compare... La güena, es que quiero dejále a cargo del chiscón, ya sabe, por si acaso temos que vorvé y asína poé contá con él,   ¿si a usté le paéce bien, compare?
   —Está bien, ¿y con el ganao que va a jacé, usté?
   —No se precupe, compare. Ya lo tengo vendio, asína que tenga las llaves del candao y no permita que ningún extraño se adueñe.
   —Tranquilo. No se precupe usté por ello, y si ha de regresá ¡Cuente usté con su propiedá!... ¿Y cuándo tién pensao dirse? —balbució.
   —Mañana, Dios mediante.
   Tras dar por terminada la conversación se despidieron con un fuerte abrazo, y alguna que otra lágrima deslizándose por sus mejillas. José alzó los brazos y la mirada hacia el Cielo y sin importarle que otros les pudiesen escuchar:
   —¡Te ruego Señó que le vaya bien a mi compare y a toa su familia! —imploró, suspiró y sacándose un pañuelo de tela del bolsillo se enjugó las amargas lágrimas.

Un tiempo después, sentados en torno a la mesa camilla, esperando para comer.
   —Papa, por qué no me da usté la llave y le cuido yo el chiscón a mi padrino.
   Mirándole de soslayo a través del rabillo del ojo, tras una espaciosa y sonora sonrisa.
   —Güena idea, hijo mío, pero tiés que tené mucho cuidao de no rompé na: por si tié que vorvé el compare.
   Antonio le miró a los cerúleos ojos y se creció tal como lo hacen los pavos reales…
   —No se precupe usté por eso, papa: que ya me encargo yo de to.
   Al día siguiente, reunidos en la plazuela, como siempre, junto al portal de Antonio.
   —¡A vé muchachos! Tengo una sorpresa —dijo elevando la voz, intentando acaparar su atención.
   —¿De qué se trata, Antonio? —preguntó Moreno.
   —Os tengo que decí, que desde hoy, tenemos un cuartel al que debemos defendé cómo si fuera de nuestros padres, y, a cambio, podremos jugá y usarlo pa lo que queramos. ¿Queda claro? —balbució.
   —¿Y ónde está el cuartel? —preguntó visiblemente emocionado, Leandro.
   —Seguirme —indicó Antonio, a la par que iniciaba una repentina y fugaz carrera.
   Una vez que atravesaron la última calle, estando situados frente a la barraca, les informó de que aquella sería el cuartel y, a continuación, la panda emprendió una súbita galopada para recorrer los escasos cincuenta metros que les separaban del tentador lugar, al tiempo que gritaban exaltados.
   —¡Yupiii...yupiii! ¡Bien, Antonio, bieeeeennn! ¡De chupilimanguiliiii!
   Moreno era llamado cariñosamente así por ser este el apodo familiar, y no por el hecho de tener la piel o el pelo negro, era un chaval alegre y sociable. Antonio y él se conocían prácticamente de toda la vida y, a pesar de que Moreno contaba seis años menos, nunca fue ningún obstáculo para su amistad.
   Leandro era otro de los chavales de la banda y acababa de cumplir los nueve. Este lucía media melena de lacios y rubios cabellos y, además de mostrarse poco sociable, era introvertido y pendenciero.
   Al llegar junto a la de la edificación, Antonio se puso en medio y, tras girarse sobre sus pasos:
   —Antes de entrá, hay que hacé un juramento y formá una banda, y si alguien no quiere, que lo diga ahora; pero que sepa, que no volverá a jugá con nosotros... Quién esté de acuerdo que levante la mano —balbució, con voz atiplada. Y, tras comprobar que eran conformes, comenzó a nombrar los cargos que estos ocuparían, en función de su edad, en la recién instituida banda siguiendo para ello lo que este había visto en el recinto escolar.  —El patio del colegio era compartido con el cuartel militar que estaba ubicado en la ciudad, a escasos metros del colegio, donde cada día, Antonio, observaba ensimismado cómo la mayoría de los soldados desfilaban, mientras que los que pertenecían a la banda de música ensayaban, un poco más allá, junto a los servicios públicos, las marchas militares en el Parque de la Coronación.
    —Yo seré el capitán; el Vicente, el teniente; el Pedro, el sargento; el Leandro, el médico y el Moreno su ayudante y los demás soldaos, ¿Queda claro?
   —¡¡Sí!! —respondieron, tras un breve silencio, coincidiendo al unísono, una veintena de fieles y agitados mozalbetes.
   —¡Vale!, siendo asín, ahora tenéis que jurá por Dios y por vuestra madre, que cuidaréis siempre del chiscón cómo si fuera de vuestros padres y que no romperéis na, ni dejaréis que otros lo hagan. ¿Estáis de acuerdo y lo juráis?
   —¡Sí, lo juramos! —respondieron entusiasmados y enérgicamente. Acto seguido, abrió el candado y, al observar lo que había dentro, decidió desprenderse de todo aquello que no les sirviese y, sin pensárselo, se pusieron manos a la obra. Lo primero en sacar, fueron las conejeras; después, continuaron desmontando, con sumo cuidado, el resto de las instalaciones a la par que las iban depositando cuidadosamente sobre el tejado. —Con el fin de preservarlo en buen estado, por si acaso tenía que retornar Damián.
   Así fue como la barraca se convirtió de la noche a la mañana en el «Cuartel General» de la recién creada y organizada banda, compuesta por una veintena de fieles, bravos y obedientes guerreros, cuya edad oscilaba entre los doce años del capitán o el teniente y los cuatro del más pequeño, este último sobrino del «capitán» Hinojal-Sánchez.
   En su tiempo libre, Antonio, además del cuidado de los sobrinos, se encargaba de ir a echar de comer y liberar durante un par de horas o tres al día a los seis perros que su cuñado utilizaba para la caza, los cuales permanecían atados a sus correspondientes casetas.  —Un bidón de chapa, de los utilizados para el agua en las obras, tumbado en el suelo y con un agujero que les permitía la entrada para descansar sobre una mullida y cálida capa de borra. Estos, además de estar situados al resguardo de una pared de piedra que mediaba entre un prado y la plazuela, estaban anclados al suelo con un cable acerado y, sobre la techumbre, varias piedras para evitar que el aire los desplazase.

Tras la migración de Damián, un mes después.
Con el lanzamiento de varios cohetes en la Plaza Mayor se anunciaba a los ciudadanos el inicio de las ferias y fiestas de la ciudad. Antonio disfrutaba «como un enano» recorriendo el recinto ferial en compañía de sus padres y hermanos. Disponían de cuatro días por delante para disfrutar de todo cuanto se había instalado en el Parque de la Coronación. Las atracciones ejercían sobre él un enorme deseo y anhelaba subirse en todas, aunque, era consciente de que tendría que conformarse con deleitarse con las que sus progenitores consideraban de menor riesgo y, como era sabedor de la exigua liquidez familiar, este lo aceptaba de buen grado y trataba de regocijarse de las demás a través de la imaginación.
   Caminando por uno de los paseos que discurría entre las casetas, mientras que los adultos se entretenían mirando y comprando  algunos de los productos que allí se podían adquirir: patatas fritas, churros, gambas cocidas, trozos de coco, chufas, encurtidos, escabeches e infinidad de frutos secos o turrón de cacahuetes, Antonio iba recorriendo una a una, sin perder de vista a los suyos, las barracas dedicadas al tiro con escopetas, dardos… y, aprovechando que sus padres y hermanos decidieron hacer un alto para tomar un refrigerio en uno de los bares, optó por quedase junto a la del tiro con arco, permaneciendo allí por espacio de una hora totalmente abstraído de la realidad: imaginando a los de la banda armados, al estilo deRobin Hood, para defender el acuartelamiento.
   Y, como colofón a las ferias y fiestas, al día siguiente en casa de los Hinojal-Sánchez se volvían a reunir para celebrar el cumpleaños de Antonio y, una semana después, las puertas del colegio se cerraban para dar paso a las vacaciones estivales.
   Al día siguiente, a primeras horas de la mañana junto al «Cuartel…»:
   —¡Atención!, muchachos. Hoy, vamos a ir a cortá retamas, y, aluego, más tarde, en busca de gamonitas. ¿Queda claro?
   —Antonio, ¿y qué vamos hacé con eso? —curioseó Leandro.
   —¡Tú! —indicó, señalando a Moreno—. Entra en el chiscón y coge el hacha y el serrucho que están en el cajón grande, ¡date prisa!, que entoavía queda mucho por andar.
   —A la orden mi capitán —respondió ágil y enérgicamente con un pie dentro y el otro aún fuera de la barraca y, en menos de lo que canta un gallo—: Ya estoy aquí —notificó, al tiempo que le mostraba las citadas herramientas, elevando una en cada mano.
   Tras cerrar la puerta, echar el candado e introducir la llave por el hueco que en su día utilizaban las gallinas cada vez que a estas les apetecía entrar o salir, emprendieron el camino sin más demora hasta llegar al lugar en que abundaban las retamas grandes, en las inmediaciones de la encina Peo, y después de mandar cortar aquellas que a él le parecieron idóneas:
   —¡A vé!, vosotros tres —dijo señalando a Leandro, Miguel y Julio—. Llevá estos palos al chiscón y quedarsos allí endentro hasta que yo llegue.
   —¡Jodél!, ¿y por qué, yo? —reprochó entre dientes, Leandro.
   Antonio se fue hacia él como una flecha, acercó su cara a unos veinte centímetros y le miró fijamente a los ojos con las pupilas tan contraídas como las de un gato a plena luz de un día de verano.
   —Porque yo lo digo, ¿te parece bien?
   Leandro dio un paso atrás a la par que evitaba la intimidatoria mirada.
   —Sí —dijo sin más: «Ya sabemos que es siempre lo que tú digas y si no es así, nos echas de tu lado… ¡así cualquiera, no te jode!».
   Antonio se volvió hacia los otros sin dar muestra del júbilo que le producía el sentirse como el macho Alfa de la manada.
   —¡Seguirme!, que sé un sitio donde hay muchas gamonitas —indicó. Y después de recoger solo aquellas que eran rectas y de la temporada anterior—: ¡Vámonos, ya!, que con estas tenemos de sobra.
   Al retornar al punto de partida, sin previo aviso, salió corriendo hacia la piconera —Pequeño almacén que tenía, José, para guardar las redes y el «cisco»— y, al observar que la puerta estaba abierta de par en par se dejó llevar por los malos pensamientos; pero una vez allí, se tranquilizó al comprobar que era su padre el que se encontraba en el interior:
   —Hola, papa —dijo al tiempo que se inclinaba para darle un par de besos.
  José le miró de soslayo.
   —¡¿De qué vendrás juyendo, Pirata?! —dijo con tono afectivo.
   Antonio puso cara de chico bueno.
   —Papa, ¿puedo cogé l'alambre y el ovillo de cuerda?
   Enarcando la ceja derecha se volvió hacia su hijo.
   —¿Pa qué lo quieres?
   Antonio bajó el tono de voz y la mirada.
   —Pa hacé arcos y flechas.
   —¿Y pa qué son esos achiperres, hijo?
  Antes de responder, temiéndose lo peor, echó un paso hacia atrás.
   —Pa jugá y cazá —susurró.
   José chasqueteo la lengua.
   —La verdá hijo, es que cá día me sorprendes con tus ocurrencias —dijo con tono burlesco—. Pués llevátelo, pero escucha bien lo que te voy a decí: no se t'ocurra cazá gatos, perros, gallinas ni ningún otro animá que tenga amo. Porque, si no es asína, te meto una zurra que te cagas por las patas pa'bajo.
   El afectado rostro de Antonio demudó a una fase de júbilo con la rapidez de un guiño.
   —No se precupe usté, papa, solo cazaremos pájaros y conejos de campo.
   —Y ten mucho cuidao de no jerí a nadie. ¿T'has enteráo bien? —advirtió.
   Antonio asintió reiteradamente con la cabeza.
   —Sí, papa. No se precupe usté.
   Una vez recogido el material, y un par de sacos de yute, se enfiló hacia el acuartelamiento emprendiendo una precipitada y veloz carrera para continuar con los planes previstos.
   —¡Moreno, coge la hoz y vente cormigo! —ordenó enérgicamente, tras retornar.
   —¿A ónde vamos?
   —¡Venga!... ¡Date prisa y no preguntes tanto, Jodé!
   —Es que me tengo que ir a comé enseguía, que aluego, si llego tarde me riñe mí padre.
   —Mi niño, pero si no vamos a tardá na, es solo pa segá un poco de yerba, pa llená estos sacos.
   —¡Vale!, iré contigo, pero en cuantito que sea la hora de comé:  me voy pa mi casa.
   Una vez logrado el objetivo se marcharon prestos a comer, con el fin de volver a reunirse después de la siesta, a eso de las cinco.
   La tarde estuvo animada y laboriosa, sobre todo para Antonio, ya que él, asumió la tarea de construir los arcos y la mayoría de las flechas. El suyo, además lo adornó con unas plumas de gallina negra, dándole así el aspecto de ser el arco de un Jefe Indio y después de realizar varios tiros y comprobar que las flechas no se dirigían en línea recta: «¿Qué pasará si le pongo un poquino más d'alambre en la punta?», pensó.
   —Moreno, traime las estenazas que están en el cajón de herramientas —dijo haciendo un ademán apremio con la mano y, seguidamente, con el utensilio en su poder, tomó una de las gamonitas, la sujetó entre las rodillas y, tras darle cinco o seis vueltas, cortó y apretó el alambre con las tenazas.
   —¡A vé, si ahora hay más suerte! —manifestó, al tiempo que, de un salto, se puso en pie y ordenaba que le acercasen su arco. A continuación, tensó el arma con todas sus fuerzas y, apuntando hacia un milano que sobrevolaba la zona, a la altura de los tejados, efectuó el disparo e impacientemente recorrió con la mirada reiteradas veces la distancia entre el objetivo y la trayectoria de la apresurada saeta, mientras que, con los ojos como platos, observaba abstraído cómo esta se abría paso en línea recta hacia la oscura silueta, que en aquel instante surcaba los aires justo por encima de donde él se encontraba.  Unos segundos después, fue testigo de cómo la flecha impactaba contra la rapaz y de cómo esta abandonaba a toda prisa el lugar después de haber recibido el inesperado impacto, dejando tras de sí una estela de plumas que se precipitaban suavemente en zigzag simulando el vaporoso y pausado vuelo de las mariposas.
   —¡Vaya hoctia que l'has metío! —gritó eufórico Vicente, mientras que los demás aplaudían enérgicamente, sin salir de su asombro.
   Tomó una de las varas e introdujo una punta con la cabeza hacia atrás y prosiguió dándole cuatro o cinco vueltas con el alambre y, después de apretarlo, cortó el sobrante: «Vamos a vé si hay más suerte ahora», pensó mientras apuntaba y disparaba sobre uno de los sacos que haría las veces de diana.
   »Le bastaron un par de segundos, para ser consciente de que algo había salido mal: la flecha había rebotado en el saco y yacía en el suelo junto a este sin más. Antonio corrió desesperadamente con la intención de descubrir cuál era la causa de su fallido intento, mientras que los demás se quedaron estáticos, en silencio y sin saber cómo reaccionaría este después de haber fracasado por segunda vez; pero, para sorpresa del grupo, este regresó junto a ellos con una amplia sonrisa dibujada en los labios. Durante unos segundos, permaneció estático, con los brazos cruzados y las piernas ligeramente abiertas, miró hacía arriba y a la derecha simultáneamente tratando de concentrarse: «Ya sé lo tengo que hacé. Un poquino más d'alambre y, vale».
   —¡Esperarme aquí! —ordenó, tras darse una palmadita en la frente—, que voy a la piconera y vengo enseguía —especificó.
   Diez minutos después, regresó portando en su mano derecha un puñado de puntas.  Moreno pestañeó un par de veces, se encogió de hombros y de manera mecánica hizo un movimiento ligero echando la cabeza hacia atrás contrariado por la incertidumbre.
   —¡¿Pa qué son las púas?!
   Antonio se llevó el dedo índice erguido hacia sus labios y después le sonrió y guiñó un ojo.
   —Me s'ha ocurrío una idea.
   Los demás quedaron impávidos mientras observaban cómo este introducía en la gamonita una punta, con la cabeza hacía atrás y, calculando hasta donde llegaba la testa, cortó un trozo de alambre y justo detrás hizo un torniquete, y poniéndose en pie de un salto, se dispuso a comprobar si había merecido la pena tanto quebradero de cabeza.  Pidió el arco de nuevo, apuntó hacia el saco, giró la cabeza hacia la derecha, cerró los ojos y efectuó el disparo. Unos segundos después, el griterío y los aplausos de los integrantes de la banda le hicieron comprender que esta vez sí lo había logrado y regresó junto a estos caminando erguido, con los pulmones henchidos a rebosar y mirando en todas direcciones: sin tratar de disimular la emoción que le embargaba.
   Aquella tarde, el tiempo transcurrió de manera vertiginosa y, sin apenas darse cuenta, la oscuridad vespertina invadió por completo el lugar.  Después de recoger y colocar las armas en el interior del acuartelamiento se despidieron y acordaron reunirse al día siguiente, como de costumbre, en la plazuela.
   A la mañana siguiente, el primero en aparecer en el lugar acordado fue Antonio. Y lo hizo acompañado de un cuaderno, un lapicero y dos cartones cuadrados, de unos cincuenta centímetros de lado, bajo el brazo, pegados al cuerpo. En ellos había dibujado unos círculos de distinto tamaño, además de haberles pintado con diferentes colores.  Un par de minutos después, apareció Moreno y, a eso de las nueve y cuarto, el resto:
   —Buenos, días Antonio, ya estamos tos —saludó Leandro, siendo este el último en llegar.
   —Hoy, vamos a prepará un campo de tiro pa vé quien tiene más puntería —anunció «el capitán».
   —¿A qué estamos esperando? —irrumpió Pedro, con voz de pito.
   —¡Adelante, seguirme! —gritó Antonio, al tiempo que emprendía una apresurada carrera y, tras él, al trote, exaltados y gritando enérgicamente corrieron los demás.
   —¡Bien!, ¡Bien!, ¡Bravo!, ¡Vivaaaa!
   Al llegar a la barraca, después retirar el candado de la puerta, Antonio se puso a un lado.
   —Hay que sacá los arcos, los sacos de yerba, el ovillo de cuerda y la hoz —ordenó de manera apremiante. Y una vez cumplido el mandato, tomó la madeja y se dispuso a medir la circunferencia de los sacos para asegurarse por dónde tendría que cortar la sirga. A continuación, perforó los cartones por las cuatro esquinas, a una distancia de unos diez centímetros de los extremos hacia el interior e introdujo el cabo por los orificios, con el fin, de amarrarles por detrás y lograr sujetar las dianas en los costales y, seguidamente, se dispuso a contar treinta pasos para situar la línea de tiro, dando para ello las zancadas tan grandes como le permitían sus largas y musculosas piernas. Una vez concluido, se dispuso a comprobar la eficacia del arco así como su propia destreza.   Efectuados varios y fallidos intentos, al comprender que ni el arco ni él eran tan eficaces como había presupuesto, determinó que sería mejor reducir la distancia, y la fue disminuyendo, de cinco en cinco pasos, hasta que al fin, pudo fijar la línea de tiro a unos quince pasos: a esa distancia, el arco era efectivo y dedujo que lo de acertar en las dianas sería cuestión de práctica.
   —¡A vé, escucharme bien! —chilló, tratando de llamar la atención de los nerviosos e impacientes arqueros—. Iremos tirando las flechas por edades y de dos en dos, primero los grandes, y cuando tiremos las diez flechas cada uno, tienen que ir a recogerlas los siguientes en tirar y asín hasta el final. ¿Queda claro?... En esta libreta, apuntaré tos los puntos que consiga ca'uno, y el que gane, puede decí a ónde vamos o, a qué jugamos esta tarde, ¿estáis de acuerdo?
   —¡Sííí, jefe!, lo que mande el capitán —contestaron la mayoría, casi al unísono.
   Al comienzo del torneo, la competición arrancó bien; aunque sin aciertos, para sorpresa de los mayores. Los problemas, por decirlo de algún modo, surgieron en el turno de los alevines: estos no disponían de suficiente fuerza para tensar los arcos que habían sido elegidos para llevar a delante el evento. Al percatarse del asunto, Antonio dictaminó que realizasen el tiro con sus propios arcos, ya que estos habían sido construidos con ramas más delgadas y flexibles. Pero el problema no quedó ahí y, tras realizar el primer intento, se dio cuenta que la eficacia de los arcos era también menor y trató de solucionarlo: restando la distancia de la línea de tiro para los más pequeños. Y, tras realizar varias pruebas y acortamientos, comprobó que tanto los arcos como los arqueros eran aptos a ocho pasos: así que decretó que la línea de tiro quedaba fijada en quince metros para los mayores de once años y ocho para el resto de participantes. Y, una vez solventados los contratiempos, disfrutaron de lo lindo el resto de la mañana. Sin importarles lo más mínimo que, aquel día, lo único que se anotó en el cuadernillo fueron los nombres de los participantes: ya que no solo fueron incapaces de acertar en las dianas, sino que ni siquiera lo hicieron en los sacos.
   Durante quince días, la banda al completo se empleó a fondo en la práctica y el ejercicio del tiro con arco, entre risas y decepciones, entre fallos y aciertos, hasta que su destreza y el número los aciertos adquirieron la deferencia de aceptable. Fue, entonces y no antes, cuando:
   —Mañana iremos a cazá —reveló y, tras el efusivo revuelo que provocó la noticia, un par de minutos después—: El que no esté en la prazuela, a la hora acordada:  ¡se quedará en tierra! ¿Está claro? —advirtió antes de disgregar la reunión.
   —¿A qué hora, Antonio? —consultó, con los ojos brillantes por la emoción y alzando un par de tonos la voz, Moreno.
   —¿Estás tonto, mi niño? A las nueve y media, como siempre —gritó, volviendo la vista hacia atrás, antes de desaparecer por las escaleras del portal.
   —Era solo pa no llegá tarde —respondió con la mirada triste y el tono suave, mientras se despedía de él, agitando la mano.

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