El tiempo fue aconteciendo sin
prisas, pero sin pausas: como siempre.
Los hermanos mayores de
Antonio se fueron casando, con un intervalo más o menos de un año. Por aquel
entonces, lo normal era que los bebés no demorasen su llegada y, como cualquier
otra familia, esta se llenó de criaturas: Carmen, la hermana mayor, en cuestión
de tres años parió dos niños y una niña; la mujer de Manuel, dos niñas, en un
intervalo de veintidós meses; la mujer de José, dos niños y una niña en cuatro
años. Y, cuando estos visitaban la casa de los abuelos, recaía sobre Antonio la
tarea de estar al cuidado de los más pequeños.
Con doce años, Antonio se
había convertido en un chaval de cuerpo atlético, alto, delgado y de tez
blanca, tostada por el sol. Su cabeza estaba revestida por una tupida cabellera
de negro pelambre, bajo la cual se perfilaba un rostro donde brillaban unos
preciosos y rasgados ojos color avellana, circundados por unas largas y rizadas
pestañas. Todo el conjunto quedaba rematado por unas orejas bien
proporcionadas. Antonio era un chico extrovertido, sociable, tierno, perspicaz,
divertido y que, además de ser observador y creativo, disponía de una
imaginación fantástica y un don de gentes que le permitía cautivar con
facilidad a los demás chiquillos del barrio, entre otras cosas, por sus
alocadas ocurrencias y, como consecuencia de su talante aventurero, se
convirtió en el dirigente de la chavalería sin tan siquiera habérselo
propuesto: ya que estos le veían como un ejemplo a seguir. El hecho de sentirse
querido y arropado por todos aquellos que se acercaban hasta su entorno, le
proporcionaba seguridad en sí mismo; aunque era consciente de que su imperio y
grandezas estaban allí, junto a las faldas de su madre, al cuidado de los
sobrinos. Cuando su progenitora le llamaba para que recogiese las meriendas y
se las diese a los pequeños, este acudía raudo como un rayo y, al llegar junto
a ella, la abrazaba y le daba un par de besos:
—Pero qué hijo más obediente y
cariñoso tengo, además con lo guapo qu'es…, cuando sea mayó, se las va a llevá
a toas de calle, ¡El mu granuja! —balbució alzando la voz, mientras dirigía la
mirada hacía el resto de mujeres buscando su complicidad y, estas, al escuchar
lo que le decía, asentían con la cabeza, y él, al ser consciente de la escena,
sonreía y regresaba junto a los chavales caminando, erguido y con el pecho
hinchado, tal y como lo haría un palomo buchón que está tratando de cortejar a
una hermosa paloma.
Por aquel entonces, las
mujeres tenían por costumbre estar reunidas y sentadas a la puerta de casa,
bien tomando el sol, o bien haciendo punto, o simplemente conversando entre
ellas mientras vigilaban de cerca los juegos de sus hijos o nietos.
Al amanecer, con los primeros
rayos de sol, desde lo más alto, se percibía el tañer de una bronceada y
estridente campanilla anunciando, desde un encalado, grande y vetusto convento,
que era la hora de comenzar a laborar. Un poco más abajo, sobre su ladera,
entre canchales, retamas, carrascas y alguna que otra encina, discurren en
paralelo y a distinta altura, tres filas de blancos edificios que desde la
distancia hacen evocar a las melíferas colmenas.
Coincidiendo con los gritos de
la escandalosa campana comenzaba el trasiego de las personas; en primer lugar,
unos en bicicletas y otros en ciclomotores, se dirigirán al trabajo los
hombres; y en segundo, un par de horas después, la mayoría de las mujeres
acompañaban a sus hijos hasta el colegio. Luego, de regreso a casa, estas
solían hacer la compra en cualquiera de los dos ultramarinos que existían en el
barrio y, una vez en la vivienda, continuaban con las labores del hogar, hasta
que, a eso del mediodía, padres e hijos retornaban para dar buena cuenta de los
suculentos, apetitosos y frecuentes cocidos de garbanzos. El ajetreo que se
formaba a esas horas en el barrio por aquel entonces, visto desde lo alto del
cerro de la Data, hacía recordar a las laboriosas y dulces abejas queriendo
entrar a sus colmenas y, frente a las edificaciones, el terreno se perdía entre
lomas, vaguadas, olivares y huertas, hasta llegar al río Jerte.
Por aquellas fechas, 70's,
algunas de las familias que vivían a las afueras de la ciudad tenían la
costumbre de levantar una barraca con el propósito de autoabastecerse de
huevos, carne fresca y con el fin de dilatar al máximo la exigua solvencia que
les permitía el excesivo y mal remunerado trabajo. Una docena de gallinas
ponedoras, un gallo, una veintena de pollos, una pareja de conejas y su correspondiente
macho era lo acostumbrado por caseta.
Una de aquellas familias
numerosas —diez hijos—, siendo consciente de que en Plasencia no lograrían
salir adelante, tomó la decisión de trasladarse a vivir con toda su prole a
otra provincia; renunciando así, a la vivienda de protección oficial que años
atrás les había sido adjudicada mediante sorteo administrativo. Damián, el
padre de tan extensa descendencia, además de la vivienda, poseía en las
inmediaciones de esta una de las más grandes y mejores barracas de la zona. Él
mismo la había levantado al abrigo de un titánico canchal de granito, al cual,
por la parte de arriba, se podía acceder hasta su cumbre a través de una
pequeña e inclinada rampa, de unos dos metros de longitud; en cambio, por el
frente, distaban desde la cima hasta el suelo unos siete metros de caída libre,
en vertical.
La barraca fue construida por
Damián con sus propias manos y reutilizando diversos materiales que él mismo
había ido seleccionando en la escombrera de una de las obras existentes en la
periferia del barrio. Una vez cruzado el portón que permitía el acceso esta se
dividía en dos compartimentos que estaban separados por una portezuela
intermedia. La primera instancia, estaba destinada a la reproducción de
conejos; para ello, a mano derecha, se hallaban alineadas tres jaulas que
habían sido realizadas artesanalmente por Damián. Estas estaban constituidas
con madera y recubiertas con una malla metálica y, también, contaban con dos
departamentos, uno que permitía salir a comer y hacer sus necesidades a las
conejas y el otro, íntegramente realizado en madera, destinado a los partos,
dónde en su interior y a oscuras, permanecían los pequeños gazapos hasta que
estos abrían los ojos y se cubrían de pelos. Una de aquellas jaulas era exclusivamente
para el macho; las otras dos, eran ocupadas cada una por su correspondiente
hembra. También, entre estas, había un anexo en forma de corral, delimitado por
una valla de un metro de altura, el cual era destinado al crecimiento y engorde
de los gazapos una vez que estos eran destetados y apartados de sus
progenitores. A mano izquierda, sobre unas rudimentarias estanterías de madera,
descansaban recipientes con pienso, bolsas de pan duro y un sinfín de
herramientas que eran utilizadas para mantener en perfecto estado la
edificación, así como la limpieza de la misma.
En uno de los rincones,
colgaba del techo un excelso haz de hierba fresca que cada mañana era
sustituido por otro recién segado por Damián. A unos tres metros de la entrada,
hacia el fondo, se hallaba otra puerta que permitía el acceso al departamento
destinado a la producción de huevos y pollos, este contaba con un espacio de
unos doce metros cuadrados y a su vez, estaba fragmentado en otras tres
estancias. En el fondo, se hallaba un ponedero que había sido construido en su
totalidad con madera, cuya capacidad permitía albergar a seis gallinas a la vez
dónde, estas, depositaban los huevos sobre un lecho de mullida y confortable
paja; a mano derecha, reclinada sobre la pared, descansaba una especie de
escalera con tres peldaños de un metro y medio de longitud y separados entre
ellos verticalmente por unos cincuenta centímetros, dónde cada atardecer se
subían y preparaban para pasar la noche, junto a una docena de lustrosas
gallinas, tres lindos y escándalos gallos; en el lado izquierdo, desde la pared
hasta el fondo, delimitado por una estructura de madera y una malla de alambre,
a modo de corraliza, se encontraba la zona dedicada a la cría y engorde de
pollos: ya que con frecuencia salía clueca alguna de las gallinas. Entre el
espacio destinado a la puesta de huevos y el dormidero, existía un pequeño
agujero que era abierto y cerrado desde el exterior cada alborada y anochecida
por Damián.
Cada amanecer, las estimuladas
volátiles prorrumpían corriendo de un lado para otro cacareando, como si la
vida les fuese en ello; tratando de campar a sus anchas en la zona más agreste
entre las retamas, los carrascales y los floridos y perfumados cantuesos; o
bien junto al regato, donde rebuscaban, escarbando y rastrillando con sus
patas, en busca de las jugosas lombrices; o bien entre los juncales o el
aromático poleo, dónde estas se hartaban de saltamontes y toda clase de
insectos que eran atraídos por la frescura del arroyo. Del mismo modo, se desplazaban
hasta el lugar infinidad de alegres y ruidosos gorriones, que mezclaban su
alboroto con el incesante cacarear y relajante murmullo que el agua producía al
zigzaguear entre los obstáculos y los distintos desniveles del accidentado
lugar. Todo ello, unido a la fragancia que producía la mezcolanza floral, la
luz y el calor del sol: hacía sentir a las aves que estaban en el Paraíso. Los
alborotadores gallos, no hacían otra cosa que cantar desde lo más alto, o
corretear detrás de las asustadizas y desplumadas gallinas, con el único
propósito de cumplir sus requiebros y demostrar así, la gallardía frente a los
posibles rivales y uniéndose también, a
la algarabía formada por los airosos
alados, el ladrido de varios perros, que exaltados aullaban con desesperación;
provocados por el incesante e irritante repique de campanas que provenía del
cercano y prehistórico convento, el cual, era una Casa de Oficios regentada por
unas religiosas consagradas a la Orden de San José Obrero.
Damián era un hombre más bien pequeño
y escuálido, que aparentaba ser más mayor de los 52 años que en realidad tenía,
debido entre otras cosas, al tono y el aspecto de su piel llena de pliegues y
ennegrecida por los efectos del sol. Sobre su cabeza, cubriendo el espeso y
ceniciento pelaje, una raída boina de negra lana encasquetada hasta las
pobladas cejas, y bajo estas, unos diminutos, tristes y oscuros ojos, tan negros
como las endrinas, llamaban la atención sobre unas imperecederas ojeras. Su
nariz era grande y quebrada, con los orificios bien amplios; sus labios rectos
y delgados, sobre el superior lucía un estrecho, cuidado y ceniciento mostacho;
su disminuida boca, carcomida y ennegrecida. Todo en él hacía que pareciese un
ser huraño y malicioso. Sin embargo, cuando hablaba se podía apreciar que era
un ser generoso, afable y cabal. Su vestimenta tampoco decía nada a su favor,
solía vestir con pantalón y camisa azul tinta, aunque descoloridos por el uso;
pero siempre en perfecto estado de revista. «La pobreza y la suciedad no tienen
por qué ser inherentes».
El tiempo fue aconteciendo sin
prisas, pero sin pausas: como siempre.
Los hermanos mayores de
Antonio se fueron casando, con un intervalo más o menos de un año. Por aquel
entonces, lo normal era que los bebés no demorasen su llegada y, como cualquier
otra familia, esta se llenó de criaturas: Carmen, la hermana mayor, en cuestión
de tres años parió dos niños y una niña; la mujer de Manuel, dos niñas, en un
intervalo de veintidós meses; la mujer de José, dos niños y una niña en cuatro
años. Y, cuando estos visitaban la casa de los abuelos, recaía sobre Antonio la
tarea de estar al cuidado de los más pequeños.
Con doce años, Antonio se
había convertido en un chaval de cuerpo atlético, alto, delgado y de tez
blanca, tostada por el sol. Su cabeza estaba revestida por una tupida cabellera
de negro pelambre, bajo la cual se perfilaba un rostro donde brillaban unos
preciosos y rasgados ojos color avellana, circundados por unas largas y rizadas
pestañas. Todo el conjunto quedaba rematado por unas orejas bien
proporcionadas. Antonio era un chico extrovertido, sociable, tierno, perspicaz,
divertido y que, además de ser observador y creativo, disponía de una
imaginación fantástica y un don de gentes que le permitía cautivar con
facilidad a los demás chiquillos del barrio, entre otras cosas, por sus
alocadas ocurrencias y, como consecuencia de su talante aventurero, se
convirtió en el dirigente de la chavalería sin tan siquiera habérselo
propuesto: ya que estos le veían como un ejemplo a seguir. El hecho de sentirse
querido y arropado por todos aquellos que se acercaban hasta su entorno, le
proporcionaba seguridad en sí mismo; aunque era consciente de que su imperio y
grandezas estaban allí, junto a las faldas de su madre, al cuidado de los
sobrinos. Cuando su progenitora le llamaba para que recogiese las meriendas y
se las diese a los pequeños, este acudía raudo como un rayo y, al llegar junto
a ella, la abrazaba y le daba un par de besos:
—Pero qué hijo más obediente y
cariñoso tengo, además con lo guapo qu'es…, cuando sea mayó, se las va a llevá
a toas de calle, ¡El mu granuja! —balbució alzando la voz, mientras dirigía la
mirada hacía el resto de mujeres buscando su complicidad y, estas, al escuchar
lo que le decía, asentían con la cabeza, y él, al ser consciente de la escena,
sonreía y regresaba junto a los chavales caminando, erguido y con el pecho
hinchado, tal y como lo haría un palomo buchón que está tratando de cortejar a
una hermosa paloma.
Por aquel entonces, las
mujeres tenían por costumbre estar reunidas y sentadas a la puerta de casa,
bien tomando el sol, o bien haciendo punto, o simplemente conversando entre
ellas mientras vigilaban de cerca los juegos de sus hijos o nietos.
Al amanecer, con los primeros
rayos de sol, desde lo más alto, se percibía el tañer de una bronceada y
estridente campanilla anunciando, desde un encalado, grande y vetusto convento,
que era la hora de comenzar a laborar. Un poco más abajo, sobre su ladera,
entre canchales, retamas, carrascas y alguna que otra encina, discurren en
paralelo y a distinta altura, tres filas de blancos edificios que desde la
distancia hacen evocar a las melíferas colmenas.
Coincidiendo con los gritos de
la escandalosa campana comenzaba el trasiego de las personas; en primer lugar,
unos en bicicletas y otros en ciclomotores, se dirigirán al trabajo los
hombres; y en segundo, un par de horas después, la mayoría de las mujeres
acompañaban a sus hijos hasta el colegio. Luego, de regreso a casa, estas
solían hacer la compra en cualquiera de los dos ultramarinos que existían en el
barrio y, una vez en la vivienda, continuaban con las labores del hogar, hasta
que, a eso del mediodía, padres e hijos retornaban para dar buena cuenta de los
suculentos, apetitosos y frecuentes cocidos de garbanzos. El ajetreo que se
formaba a esas horas en el barrio por aquel entonces, visto desde lo alto del
cerro de la Data, hacía recordar a las laboriosas y dulces abejas queriendo
entrar a sus colmenas y, frente a las edificaciones, el terreno se perdía entre
lomas, vaguadas, olivares y huertas, hasta llegar al río Jerte.
Por aquellas fechas, 70's,
algunas de las familias que vivían a las afueras de la ciudad tenían la
costumbre de levantar una barraca con el propósito de autoabastecerse de
huevos, carne fresca y con el fin de dilatar al máximo la exigua solvencia que
les permitía el excesivo y mal remunerado trabajo. Una docena de gallinas
ponedoras, un gallo, una veintena de pollos, una pareja de conejas y su correspondiente
macho era lo acostumbrado por caseta.
Una de aquellas familias
numerosas —diez hijos—, siendo consciente de que en Plasencia no lograrían
salir adelante, tomó la decisión de trasladarse a vivir con toda su prole a
otra provincia; renunciando así, a la vivienda de protección oficial que años
atrás les había sido adjudicada mediante sorteo administrativo. Damián, el
padre de tan extensa descendencia, además de la vivienda, poseía en las
inmediaciones de esta una de las más grandes y mejores barracas de la zona. Él
mismo la había levantado al abrigo de un titánico canchal de granito, al cual,
por la parte de arriba, se podía acceder hasta su cumbre a través de una
pequeña e inclinada rampa, de unos dos metros de longitud; en cambio, por el
frente, distaban desde la cima hasta el suelo unos siete metros de caída libre,
en vertical.
La barraca fue construida por Damián con sus propias manos y reutilizando diversos materiales que él mismo había ido seleccionando en la escombrera de una de las obras existentes en la periferia del barrio. Una vez cruzado el portón que permitía el acceso esta se dividía en dos compartimentos que estaban separados por una portezuela intermedia. La primera instancia, estaba destinada a la reproducción de conejos; para ello, a mano derecha, se hallaban alineadas tres jaulas que habían sido realizadas artesanalmente por Damián. Estas estaban constituidas con madera y recubiertas con una malla metálica y, también, contaban con dos departamentos, uno que permitía salir a comer y hacer sus necesidades a las conejas y el otro, íntegramente realizado en madera, destinado a los partos, dónde en su interior y a oscuras, permanecían los pequeños gazapos hasta que estos abrían los ojos y se cubrían de pelos. Una de aquellas jaulas era exclusivamente para el macho; las otras dos, eran ocupadas cada una por su correspondiente hembra. También, entre estas, había un anexo en forma de corral, delimitado por una valla de un metro de altura, el cual era destinado al crecimiento y engorde de los gazapos una vez que estos eran destetados y apartados de sus progenitores. A mano izquierda, sobre unas rudimentarias estanterías de madera, descansaban recipientes con pienso, bolsas de pan duro y un sinfín de herramientas que eran utilizadas para mantener en perfecto estado la edificación, así como la limpieza de la misma.
En uno de los rincones,
colgaba del techo un excelso haz de hierba fresca que cada mañana era
sustituido por otro recién segado por Damián. A unos tres metros de la entrada,
hacia el fondo, se hallaba otra puerta que permitía el acceso al departamento
destinado a la producción de huevos y pollos, este contaba con un espacio de
unos doce metros cuadrados y a su vez, estaba fragmentado en otras tres
estancias. En el fondo, se hallaba un ponedero que había sido construido en su
totalidad con madera, cuya capacidad permitía albergar a seis gallinas a la vez
dónde, estas, depositaban los huevos sobre un lecho de mullida y confortable
paja; a mano derecha, reclinada sobre la pared, descansaba una especie de
escalera con tres peldaños de un metro y medio de longitud y separados entre
ellos verticalmente por unos cincuenta centímetros, dónde cada atardecer se
subían y preparaban para pasar la noche, junto a una docena de lustrosas
gallinas, tres lindos y escándalos gallos; en el lado izquierdo, desde la pared
hasta el fondo, delimitado por una estructura de madera y una malla de alambre,
a modo de corraliza, se encontraba la zona dedicada a la cría y engorde de
pollos: ya que con frecuencia salía clueca alguna de las gallinas. Entre el
espacio destinado a la puesta de huevos y el dormidero, existía un pequeño
agujero que era abierto y cerrado desde el exterior cada alborada y anochecida
por Damián.
Cada amanecer, las estimuladas
volátiles prorrumpían corriendo de un lado para otro cacareando, como si la
vida les fuese en ello; tratando de campar a sus anchas en la zona más agreste
entre las retamas, los carrascales y los floridos y perfumados cantuesos; o
bien junto al regato, donde rebuscaban, escarbando y rastrillando con sus
patas, en busca de las jugosas lombrices; o bien entre los juncales o el
aromático poleo, dónde estas se hartaban de saltamontes y toda clase de
insectos que eran atraídos por la frescura del arroyo. Del mismo modo, se desplazaban
hasta el lugar infinidad de alegres y ruidosos gorriones, que mezclaban su
alboroto con el incesante cacarear y relajante murmullo que el agua producía al
zigzaguear entre los obstáculos y los distintos desniveles del accidentado
lugar. Todo ello, unido a la fragancia que producía la mezcolanza floral, la
luz y el calor del sol: hacía sentir a las aves que estaban en el Paraíso. Los
alborotadores gallos, no hacían otra cosa que cantar desde lo más alto, o
corretear detrás de las asustadizas y desplumadas gallinas, con el único
propósito de cumplir sus requiebros y demostrar así, la gallardía frente a los
posibles rivales y uniéndose también, a
la algarabía formada por los airosos
alados, el ladrido de varios perros, que exaltados aullaban con desesperación;
provocados por el incesante e irritante repique de campanas que provenía del
cercano y prehistórico convento, el cual, era una Casa de Oficios regentada por
unas religiosas consagradas a la Orden de San José Obrero.
Damián era un hombre más bien pequeño
y escuálido, que aparentaba ser más mayor de los 52 años que en realidad tenía,
debido entre otras cosas, al tono y el aspecto de su piel llena de pliegues y
ennegrecida por los efectos del sol. Sobre su cabeza, cubriendo el espeso y
ceniciento pelaje, una raída boina de negra lana encasquetada hasta las
pobladas cejas, y bajo estas, unos diminutos, tristes y oscuros ojos, tan negros
como las endrinas, llamaban la atención sobre unas imperecederas ojeras. Su
nariz era grande y quebrada, con los orificios bien amplios; sus labios rectos
y delgados, sobre el superior lucía un estrecho, cuidado y ceniciento mostacho;
su disminuida boca, carcomida y ennegrecida. Todo en él hacía que pareciese un
ser huraño y malicioso. Sin embargo, cuando hablaba se podía apreciar que era
un ser generoso, afable y cabal. Su vestimenta tampoco decía nada a su favor,
solía vestir con pantalón y camisa azul tinta, aunque descoloridos por el uso;
pero siempre en perfecto estado de revista. «La pobreza y la suciedad no tienen
por qué ser inherentes».
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