El chirimiri comenzó a
engordar coincidiendo con el final de la jornada laboral, pese a ello, el
estado anímico de Iñaki no se dejó influenciar; tenía previsto un buen plan para
ese día, y por nada del mundo: se daría por vencido.
Al llegar a casa fue recibido por el teatrero felino. Se
inclinó para recogerlo, y tras colocarle entre sus brazos como si fuera un
bebé, comenzó a mecerlo al tiempo que le rascaba entre las patas delanteras
mientras caminaba hacia la cocina. El complacido morrongo comenzó a ronronear
en señal de agradecimiento. Iñaki no precisó comprobar si le quedaba o no
pienso en el comedero, era consciente que Tigre
se liberaba del estrés atiborrándose de comida, y se encaminó directamente
hacia la pequeña alacena que está empotrada en uno de los rincones de la amplia
cocina. Una vez allí, se volvió a inclinar para recoger un saquete de dos
kilos, que herméticamente cerrado compartía espacio con una cesta de mimbre, en
cuyo interior quedaba todavía alguna que otra patata, en la parte de abajo del
socorrido armario que años atrás había construido su añorado padre, y después
de proporcionales el alimento a los peces, Iñaki condujo sus pasos hacia el
dormitorio, se desvistió y se metió entre las sábanas. Unos minutos después,
Tigre se subió a la cama, y tras solicitar que le acariciase con un sonido,
entre maullido y gutural, se situó junto a su amo y comenzó a mover sus patas
delanteras sobre este de manera rítmica como si estuviese amasando harina para
cocer una hogaza de pan.
–Basta ya, cariño. No me apetece que me des masajes, déjame
dormir un poco, ¡qué falta me hace! –dijo afectuosamente mientras le apartaba
hacia un lado con sumo cuidado.
El mimado gato, dándose por enterado, se dirigió hacia la
parte de abajo de la cama y, tras asearse sus partes más íntimas a base de
reiterados lengüetazos, optó por echarse a dormir, como siempre, con las orejas
tocando el niquelado piecero y con el lomo ejerciendo presión contra los pies
del que yacía junto a él emitiendo un sonido que haría pensar a cualquiera que
lo escuchase, sin estar en el interior del dormitorio, que dentro había un
león.
A las nueve en punto, un repentino pipipi, pipipi, pipipi
hizo que el morrongo y el bilbaíno se despertasen sobresaltados por el
estridente sonido que emitía un blanco reloj digital que se hallaba ubicado en
una mesita de noche tan arcaica como el austero mobiliario que albergaba en su
totalidad el pulcro inmueble. Tras reponerse del susto, ambos se miraron y se
dieron los buenos días, cada uno en su propio idioma, y, mientras que Iñaki
bostezaba sonoramente y estiraba los brazos para desperezarse, el minino se
estiró todo lo largo que era y, tras ejercitar dedos y garras sobre la colcha
zamorana que cubría la cama, recobró la posición normal, después de encorvar su
lomo y aumentar la altura casi en una cuarta, se lanzó al suelo sin pensárselo
y se dirigió hacia el cuarto de baño siguiendo los pasos Iñaki. Una vez allí,
mientras que su amo daba rienda suelta a los esfínteres para liberar la vejiga
e intestinos de la presión que estos ejercían sobre su musculado abdomen, se
tumbó frente a este todo lo largo que era y comenzó a afilarse las uñas sobre
las zapatillas tradicionales de andar por casa.
–¡Quita, coño!, ¿no tienes bastante con hacerlo en las
sillas y en el sofá? ¡Hay que ver, que ni cagar me dejas so jodido! –reprendió
afable, mientras le apartaba con delicadeza con el pie.
El morrongo se vio obligado a posponer la manicura para
otra ocasión y comenzó a golpear con la cola sobre el suelo, dedicándole una
mirada oblicua en señal de protesta. Al cabo de un rato, tras asearse, Iñaki
condujo sus pasos hacia la cocina y, como siempre, el zalamero felino caminó
junto a él con el rabo erguido y la punta inclinada hacia un lado, ronroneando
y restregándose contra las piernas de su amigo y protector, en señal de
agradecimiento; tal y como solía hacer usualmente con el fin de lograr su único
objetivo, ser cogido en brazos y acariciado.
A las doce menos diez, tras dejar todo preparado para su
vuelta y cerrar la puerta de la sala de estar para evitar que Tigre deambulase
por la casa como otras veces, comenzó a bajar las escaleras y, al llegar al
portal, antes de salir a la calle, se miró al espejo que estaba ubicado en la
pared contraria a donde se hallaban una veintena de grisáceos buzones
distribuidos en cinco filas horizontales por cuatro verticales, para atusarse
el pelo, recomponerse las vestiduras, y tras poner los pies en la rugosa acera,
al observar que María venía de camino, se dirigió hacia ella con una sonrisa
tan expresiva como alegre resulta escuchar el canto de una alondra en
primavera.
–Hola, buenos días –dijeron al unísono, permaneciendo
estáticos sin saber si abrazarse o besarse por lo concurrida que estaba la
plaza.
–¿Lloverá? –consultó María para romper el emergente
silencio.
–No lo sé –respondió él, proyectando una sonrisa–; pero no
te preocupes, que vengo preparado –informó blandiendo el negro paraguas, que
por sus dimensiones podría albergar bajo sus varillas a cuatro personas adultas
si estas se alineaban en fila de a dos.
Ambos sonrieron ruidosamente sin importarles si eran
observados o no.
–Hombre precavido vale por dos, según reza el refrán –dijo
él.
–Ya veo, ya –respondió ella.
–¿Te parece bien que vallamos a dar una vuelta por la por
la Gran Vía, antes de ir a comer? –propuso Iñaki.
–Sí, claro, ¿por qué no? Es una de las zonas que más me
gusta, sin menospreciar el monte que visitamos la semana pasada ni las playas
de las Arenas, Gorliz, Plentzia o Sopelana…
–Bien, vamos, pues –dijo moviendo la cabeza hacia un lado,
ofreciéndola el brazo en señal de invitación.
Veinticinco minutos después se hallaban en la plaza de don
Federico Moyúa, conocida popularmente como Plaza Elíptica y, tras tomarse un
par de cervezas sin y cafés respectivamente, a eso de las dos, en el barrio.
–¡¿Y dónde se supone que vamos a comer?! –susurró María desconcertada.
–Hoy me apetece hacerlo en casa, ¿tienes algún
inconveniente?
–No, no, tranquilo, de ser así ni siquiera pasearíamos
juntos.
Al llegar junto al portal, aprovechando que salía el vecino
del cuarto, Iñaki sostuvo la puerta con la mano derecha mientras con la
izquierda hacía un gesto de cortesía para indicarle que las damas primero. Una
vez en el rellano, tras liberar de cierres a blindada puerta de Iroko que
impedía el acceso a los cacos.
–Adelante, como si estuvieras en tu propia casa –indicó
guiñando un ojo, repitiendo el ademán anterior.
María se quedó en el recibidor, y mientras que Iñaki
cerraba la puerta, se desprendió del chubasquero y tras dejar las prendas de
abrigo colgadas en el perchero, Iñaki se fue hacia la sala de estar, e
instintivamente, María siguió tras sus pasos en silencio. Al abrir la puerta,
el primero en dejarse ver corriendo hasta situarse debajo del sofá no fue otro
que el del pelaje atigrado.
–Esto es cuanto poseo y esta es mi familia –dijo señalando
hacia el acuario–. Bajo este techo vivimos seis carpas naranjas, cuatro
arcoiris y cuatro gatos –añadió luciendo un mohín burlesco.
–¿Y dónde están los otros tres?
–Dos hay en el acuario, uno debajo del sofá y el otro,
según mi apellido, soy yo… Si no te importa, me gustaría que te quedases aquí
un par de minutos –dijo haciendo un ademán de súplica con las manos.
Ella asintió reiteradamente bajando y subiendo la cabeza.
Iñaki se dirigió a la cocina. Abrió el frigorífico cogió un par de latas de
cerveza sin y dos botellines de agua mineral para situarlos sobre la
emperifollada mesa. A continuación, tras retirar la tapa de la olla exprés, sirvió
un par de cazadas de alubias pintas con arroz y un trozo de costilla adobada
por comensal; después cogió el mechero de cocina, encendió dos velas rosas que
se hallaban en un broceado candelabro en mitad de la arcaica mesa, volvió la
vista para comprobar que todo estaba en orden y regresó a la sala de estar.
–Ya puedes venir –dijo ofreciéndola el brazo encorvado,
invitándola a que se asiese de él sin pronunciar palabra alguna.
María asintió mostrando una amplia sonrisa.
Un par de metros antes de llegar a la cocina, Iñaki se
detuvo en seco.
–Cierra los ojos
Ella hizo un gesto con la cabeza en señal de asombro, los
cerró y haciendo él de lazarillo la condujo hasta posicionarla enfrente de la
acicalada mesa.
–Ya puedes abrirlos.
Los ojos de la joven adquirieron un brillo tan especial que
al estar tan cercas y percatarse de la dilatación de sus pupilas fue suficiente
para que Iñaki se decidiese a darla un apasionado, largo y romántico beso y
tras retirar sus labios fue ella la que gustosa y con deseo dio paso a
intercambiar los fluidos salivales. A continuación, Iñaki retiró de la mesa una
de las sillas y haciendo un gesto de cortesía la invito a tomar asiento y, tras
situarse frente a ella en la otra silla.
–Espero que te guste –dijo guiñando un ojo y comenzaron a
degustar el suculento menú.
–¡Hunm!, que rico, ¿cómo le decís a este delicioso manjar?
–Caparrones pintos con costilla, lo del arroz y la menestra
ha sido para intentar que se pareciese lo máximo posible al plato de tu país.
Ella sonrió, se levantó, se acercó a él y comenzó a comerle
la boca con tanto deseo como pasión.
–Gracias, cariño –dijo con voz melosa.
Iñaki hizo una mueca de sorpresa.
–¡¿Por qué?! No es necesario que me tengas que agradecer
nada.
–Por preocuparte de mí y por tratarme con tanto cariño, ¿te
parece poco?
–Tú te mereces esto y mucho más… ni siquiera te imaginas lo
mucho que significas para mí –dijo mientras retiraba los platos hondos de la
mesa, y tras vaciar en el cubo de la basura los restos de lo incomible, se
dirigió al frigorífico, cogió en cuenco donde se estaba macerando el «ceviche»,
lo depositó junto al plato llano de ella para que se sirviese la cantidad que
le apeteciese, y retornó a su asiento.
–Toma, cariño –dijo María acercándole el recipiente con
algo más de la mitad.
–Gracias, mi amor –respondió haciendo un guiño.
–¡Hunm!, ¿cómo lo hiciste?, te quedó muy rico.
Iñaki no pudo contener la emoción que le produjeron
aquellas palabras y el brillo de sus ojos le delataron.
–Siguiendo los pasos que me indicaste, a excepción de que
en vez de ají limó lo salpimenté con cayena molida.
–Pues, para ser la primera vez te ha quedado riquísimo y no
creas que lo hago por halagarte, que ya sabes que para ciertas cosas soy muy
reservada.
Iñaki la cogió de la mano y mirándola a los ojos a través
de la oquedad existente entre las danzarinas llamas que soportaba el
candelabro.
–Gracias por hacérmelo saber, mi amor.
–¡Qué tonto eres!, tampoco hace falta que agradezcas todo
cuanto digo. Los dos sabemos que todo sale de ese que tan a menudo cambia de
ritmo sin saber por qué –dijo después de terminar la ración que se había
servido y limpiarse con una bordada y coqueta servilleta con tonos asalmonados.
Iñaki se levantó y, tras repetir los pasos anteriores,
regresó a la mesa con un delicioso y tembloroso flan casero que había preparado
él mismo la noche anterior. Un rato después, tras tomarse un café con hielo él
y con leche ella, dejaron todo recogido y fregado antes de dirigirse a la sala
de estar. Una vez allí, vieron como Tigre salía zumbando tratando de ocultarse
de aquel ser que tan mala espina le daba.
Antes de dirigirse hacia el sofá, Iñaki encendió el
televisor y pulsó sobre el botón que conducía a uno de los primeros canales de
televisión privada que comenzaron a emitir su señal a principios de los años
ochenta en España. Después retornó junto a su más que amiga.
–Tigre, además de
desconfiado, no está acostumbrado a recibir visitas –dijo Iñaki tratando de
justificar la negativa actitud de su adorado e inseparable compañero–; pero no
te preocupes, tarde o temprano tendrá que ir acostumbrándose a ti, ¿no crees?
–Sí, claro. Espero que así sea, porque vendré aquí cada vez
que me invites a estar contigo –concluyó a la par que se sentaban sobre el
bermejo, envejecido y lustrado sofá tres plazas que estaba situado justo
enfrente del aparador donde estaba ubicado el televisor, con la intención de
disfrutar de la programación; pero al estar tan juntos, la necesidad de
sentirse arropados emocionalmente, provocó que se abrazasen, se besaran, se desprendiesen
de las vestiduras y se entregasen con pasión. El traqueteo y los gemidos
emitidos por ambos hizo salir al morrongo de su escondrijo y presentarse frente
a estos. Y tras vencer la curiosidad al miedo, permaneció durante unos segundos
fisgando sin pestañear, se le escapó un maullido tan sutil que pasó inadvertido
para los protagonistas de aquella apasionada y ardorosa escena. Tigre, al ver que nadie le prestaba la
atención demandada, optó por desaparecer con tanto sigilo como había llegado y
dejó que ambos rematasen aquella hermosa y satisfactoria entrega, sin ser
conscientes del volumen ni las noticias que narraba el presentador, tal y como
suele ocurrir en la mayoría de las casas donde muchas veces el televisor habla
y habla sin que nadie le preste la menor atención.
Por primera vez, desde que había llegado a España, María notó como
se le erizaba la piel, sintió ganas de gritar; pero en lugar de eso, se contuvo,
y comenzó a llorar.
–¿Qué te pasa, cariño? –consultó Iñaki a punto de eyacular.
–Para, para, por favor –suplicó María
Iñaki se retiró y el semen se dispersó en todas
direcciones.
–¡¿Te ocurre algo?!
Entre sollozos, María le contó con pelos y señales el
calvario que le había tocado vivir antes de arribar en España. Durante la
conversación, Iñaki iba asintiendo sin poder contener las muestras de dolor que
su afligido rostro reflejaba. De repente los ojos y la faz de ella demudaron a
una expresión satisfactoria.
–¡¿Y ahora?! –consultó Iñaki encogiéndose de hombros.
–Creí que nunca más llegaría a disfrutar del sexo, y al
estar a punto de alcanzar el orgasmo me vino la imagen del malnacido y mi mente
se nubló por unos instantes y me hizo sentir bien y mal a un mismo tiempo.
–¿Quieres decir con sentimientos encontrados?
–Sí, por un lado, deseaba alcanzar el orgasmo a la par
contigo; pero al verle a él reflejado en ti, sentí ganas de vomitar, de
arañarle, de sacarle los ojos y fue por eso que no pude contenerme y quitarte
tan bruscamente de mí y…
–No te preocupes, cariño, después de lo que me has contado,
lo entiendo perfectamente.
–…ni te imaginas lo que he venido sufriendo desde que
comencé a trabajar en la noche. Cada vez que entro con alguien al reservado, a
pesar de ponerme a pensar en el dinero que me va a reportar y para lo que
servirá al llegar a casa de mis padres y que gimiese como si estaría gozando
como una perra, con el fin de que el cliente eyaculase cuanto antes, tal y como
me aconsejó mi querida tía. Y hoy, después de tanto sufrimiento y sentimientos
de culpa, he estado a punto de superar ese trauma que arrastro desde antes de
salir de mi país y es por eso que siento ganas de llorar y de reír al mismo
tiempo.
–Pues haz lo que te apetezca. No reprimas tus sentimientos.
Libérate.
El tiempo fue pasando, los
encuentros diurnos fueron acortando la distancia, y al cabo de un mes, Iñaki
pidió a María que fuera a vivir con él, y ella aceptó encantada; pero con el paso
de los días, surgió lo inevitable. Por un lado, María comenzó a sentirse sucia
cada vez que tenía que realizar algún servicio; por el otro, Iñaki tuvo que
liberar cruentas batallas consigo mismo tratando de entender que formaba parte
de su profesión; sin embargo, su mente le martirizaba haciéndole ver escenas
donde ella disfrutaba como una perra practicando todas y cada una de las
posturas que alberga el Kamasutra, y
a medida que los días, las semanas y los meses iban transcurriendo aquella
insana forma de ver más allá de la realidad iba en aumento.
P. D.: Hasta aquí es cuanto tengo escrito, y aunque sé lo que quiero contar y cómo, ¿merecerá la pena seguir invirtiendo el tiempo en esta historia? Gracias por la atención que me has brindado durante este tiempo.
Saludos.
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