Miércoles,
16 de enero de 1985
Un reloj de carrillón
anunciaba las nueve de la noche desde la sala de estar. María se despertó
sobresaltada, jadeante, nerviosa y confundida. Se estremeció al descubrir que
se trataba de una terrible pesadilla que la situaba a miles de kilómetros, se
pasó la mano por la sudada frente y suspiró ruidosamente. Había dormido
profundamente durante cinco horas, algo que hacía tiempo se había convertido en
una tarea imposible. La oscuridad en el dormitorio no llegaba a ser total, un
destello de luz se colaba a través del ostentoso cortinaje de seda adamascada
en azul francés. María extendió el brazo y pulsó sobre el interruptor de
corriente de una lámpara de metal decorado y finas tulipas de cristal
engalanado que estaba sobre una mesita de noche con la encimera de mármol,
cajón y armarito a juego con el cabecero y piecero de estilo Luis XVI, todo en
nogal con marquetería y ornamentos de bronce macizo. Se levantó, y tras abrir
la bolsa de equipaje, se vistió con un chándal rosáceo. Caminó hacia la puerta
y al girar la manilla de bronce para salir del dormitorio observó que un folio
descendía hasta las pulimentadas lamas de roble que cubrían el suelo, con tanta
calma como sosegado resulta el vuelo de una mariposa que, harta de haber
viajado y libado de flor en flor, decide que ha llegado la hora de retirarse a
dormir. María se inclinó para recoger y leer la nota:
«Cariño, en el frigorífico te he dejado comida preparada, he salido a trabajar y no es necesario que me esperes despierta, llegaré tarde».
María condujo sus pasos hacia el ventanal del cuarto de
estar, y apartando a un lado el cortinaje, comprobó que, además de que había
anochecido, el chirimiri se mantenía inalterable. Unos minutos después entró en
la cocina. Abrió el refrigerador, su rostro demudo en ademán de sorpresa, no
podía dar crédito a lo que estaba viendo, a excepción de una docena de huevos
que estaba dispuesta en el compartimento apropiado, nada de lo que albergaba el
electrodoméstico le recordaba a la comida típica de su país ni le gustó la
pinta que tenía aquello que su tía le había dejado preparado; pero como «A buen
hambre no hay pan duro» y el que sentía María era igual que el de un lagarto
que termina la hibernación, optó por coger un par de huevos, y buscando en el
mobiliario una sartén, se topó con una patata de más de medio kilo, la peló, la
lavó, la secó con un paño, la troceó en dados más o menos regulares, y al
terminar de freírlas hizo lo mismo con los huevos. Se sentó en un taburete
junto a la mesa y devoró el improvisado menú en un par de minutos. Y tras
reposar un poco, recogió de la mesa todos los utensilios, abrió el grifo del
agua caliente y comenzó a fregar el plato, los cubiertos y el vaso que había
utilizado para acompañar los alimentos con cerveza, y al terminar de barrer y
pasar la fregona en la cocina, caminó hasta la sala de estar, conectó el
televisor y se sentó frente a este sobre un señorial y cómodo sofá de tres
plazas, de estilo Luis XV, hasta que, a eso de las doce y media, aburrida y
extrañada por la tardanza de su añorada tía, a pesar de que ni siquiera tenía
sueño, decidió irse a dormir. Al llegar al dormitorio, se desvistió, abrió la
cama y se metió entre las sábanas portando tan solo las prendas más íntimas.
A las ocho en punto, la inconfundible melodía hizo que
María se despertase sobresaltada, y tras vestirse y abrir la ventana para que
la habitación se ventilase, al percatarse del sepulcral silencio que moraba en
la vivienda, abrió con sumo cuidado la puerta y se desplazó por el largo
pasillo hasta el cuarto de baño con tanto sigilo como si fuera un felino que
está apunto de abalanzarse sobre su presa. Un rato después, tras haber dado
rienda suelta a sus esfínteres para liberarse de la presión que ejercía el
contenido de su intestino grueso y la vejiga sobre el abdomen, se lavó las
manos, el rostro, se peinó y retornando al pasillo caminó hasta la cocina,
pulsó sobre el interruptor de corriente al entrar y fue directamente hacia la
ventana para subir la persiana hasta arriba y así evitar el tener que mantener
la luz encendida y rebuscar en el mobiliario los ingredientes que necesitaba
para prepararse un tazón de café y migarlo con los restos de pan, tal y como lo
había predispuesto la noche anterior. Una vez que terminó de desayunar, al
comprobar que su tía no daba señales de vida, se acercó hasta el ventanal y
observó que además de haber cesado la sutil lluvia, el tránsito de vehículos y
personas era fluido a pesar de lo temprano que era. Regresó junto a la
funcional mesa y se acomodó en uno de los cuatro taburetes que la circundaban apoyó
los brazos sobre esta y encajando la cabeza entre las palmas de las manos «No
sé yo, si podré acostumbrarme a vivir en este lugar, es tan distinto a mi
Guayaquil», recapacitó a la par que por sus mejillas comenzaron a deslizarse
las amargas lágrimas que emergían desde lo más profundo de su ser.
María Fernanda entró en la cocina.
–Buenos días, ¿por qué lloras, cariño?
–H… hola tía –dijo poniéndose en pie para abrazarse a
ella–. La v… verdad es que ni siquiera lo sé, e… estaba asomada a la ventana y,
de repente, el miedo se a… apoderó de mi pensamiento y… y me sentí tan sola
qu…que al acordarme de mi bebito… su… supongo que fue por eso que…
–Tranquila cariño mío, está todo tan reciente que es
normal; pero puedo dar fe que de aquí a un tiempo tu dolor será más llevadero…
y no dudes de mis palabras, pues, yo también pasé por lo mismo que tú hace más
de veinte años, y a pesar de que aún continúo extrañando a la familia y al
país, estoy convencida de que mi vida no sería igual si tuviese que regresar.
Estoy tan agradecida a España y al País Vasco por lo bien que me recibieron sus
gentes y el trato cercano que mantengo con ellos, que mi corazón está dividido
de igual por igual.
–Tía, ¿puedo hacerle una pregunta?
–Sí, claro, puedes hacerme las que tú quieras, mi vida.
–¿Esta casa es suya?
El rostro de María Fernanda demudó como de la noche al día
«¡Qué coño!, y ¿por qué no?, si, al fin y al cabo, yo no he cometido delito
alguno», pensó durante un instante antes de decidir contarle algo que ningún
familiar tenía la más remota idea, porque así lo había decidido ella.
–Te voy a contar algo por ser tú y porque me apetece que lo
sepas; pero eso sí, espero que esta conversación quede entre nosotras.
–Puede usted darlo por hecho, tía, mi boca permanecerá
cerrada a cal y canto como si de una tumba se tratase.
–A ver… por dónde empiezo para que no te pierdas ni me
demore mucho. Esto… al llegar a España, Indalecio Echeverría, el chófer de una
acaudalada familia de Neguri fue a recogerme al aeropuerto tal y como habíamos
acordado la señora de la casa y yo por teléfono…
–Perdón, ¿qué es Neguri?
–Neguri es un barrio selecto que surgió entre finales del
siglo XIX y principios del XX como residencia de invierno de familias
adineradas provenientes principalmente de Bilbao y Madrid. Neguri es el barrio
residencial por excelencia de Bilbao y se caracteriza por los palacetes que
están a pie de costa y por su marcado estilo inglés; pero a partir de los años
sesenta, la construcción de viviendas se democratizó y comenzaron a residir en
él familias de clase media.
»Recuerdo lo bien que me acogieron los señores y el servicio
doméstico, tanto unos como otros eran personas maravillosas. Un domingo que
salí a pasear, aprovechando que me correspondía descanso, coincidí con una
paisana que, por cómo iba vestida, intuí que la vida le iba mucho mejor que a
mí, recuerdo que, al vernos, ambas sonreímos y, después de saludarnos,
comenzamos a conversar y, al despedirnos, acordamos reunirnos en aquel sitio
todos los domingos y así fue como comenzó nuestra amistad.
»Al cabo de un año, más o menos, me aburrí de servir en
aquella mansión donde el trabajo era excesivo para el mísero salario que
recibía y le comuniqué al ama de llaves que había decidido dejar la casa y
esta, sin tiempo que perder, se lo hizo saber a la señora. Al salir del
majestuoso palacete, mi amiga me estaba esperando a bordo de un Mercedes Benz
modelo 280 color gris, que era conducido por su compañero sentimental. Al
llegar a su apartamento, ambos me hicieron saber que podría quedarme a vivir
allí a cambio de un alquiler asequible y contribuir económicamente a partes
iguales en la reposición de artículos de limpieza y alimentación hasta que me
pudiese independizar. Durante dos años estuve realizando labores del hogar en
distintas casas; pero al darme cuenta que así no llegaría a ningún sitio, le
pregunté a Marcela que dónde trabajaba ella y me dijo que en un club de
alterne. –¿Y eso qué es?, le pregunté, pues, hasta entonces no había escuchado
esa palabra. Aún recuerdo el gesto que realizó y la cara que se le quedó. –¿De
veras que no sabes de qué va eso?, me dijo. –Tan cierto y verdadero como que
estamos aquí, le respondí. –Es un sitio donde se reúnen hombres y mujeres para
hablar, tomar una copa y si se tercia, pues, ya sabes. –¿El qué he de saber?,
dije sin salir de mi asombro. –Pues, mantener relaciones sexuales, ¡qué va a
ser si no!, contestó con tono despectivo. –¿Y tu novio no te dice nada?,
pregunté inocentemente. –Él es quien regenta el club y todas las noches nos
felicita a todas y cada una de las chicas que allí trabajamos. –¡Ah!, ¿entonces
el motivo de que te vaya tan bien es a cambio de acostarte con hombres? –Al
principio cuesta un poco, pero con el transcurso del tiempo acabas
acostumbrándote, y aunque no disfruto de los encuentros sexuales: lo hago por
los placeres que me proporciona el comprar y gastarme el dinero dónde, cuándo y
con quién quiero, me dijo sin más.
–Tía, ¿usted, también hace eso?
–Sí, a pesar de que la familia cree que sigo trabando en el
primer sitio, comencé a ejercer el oficio más viejo del mundo, pero no me
arrepiento de nada, porque gracias a ello conocí a D. Rodolfo Eguiluz Basterra
–dijo señalando con el mentón hacia un portarretrato que enmarcaba a un
distinguido y apuesto anciano–, una maravillosa persona, que un buen día quiso
la Providencia que se hallase paseando por Las Cortes, el Barrio Chino de
Bilbao, justo cuando estaba yo a punto de entrar en el Gato Negro, el club de
alterne donde llevaba trabajando un par de meses. –Perdone usted señorita, me
dijo poniendo su mano derecha sobre mi hombro, ¿le puedo hacer una pregunta?
–Sí, claro, las que usted quiera, le dije. –Me gustaría hablar de un asunto con
usted, ¿le importaría tomar un café, conmigo?, me dijo mostrando una dulce sonrisa.
Busqué con la mirada en el interior del local y consulté a Marcela, que ejercía
allí como encargada de barra, haciendo un gesto con la cabeza hacia arriba y al
asentir esta, haciendo el mismo gesto que yo, pero a la inversa. –Está bien,
acepto su invitación, le respondí, y nos dirigimos hacia el bar La Ochoa, que
estaba al otro lado de la calle, y al entrar, después de invitarme a tomar
asiento alrededor de una de las mesas que estaban destinadas al servicio
clientes y comensales, de manera cortés me preguntó que cómo lo quería. –Con
leche, por favor, le dije exhibiendo una leve sonrisa, y al cabo de un rato
regresó con ambas manos ocupadas con sendos platillos y sobre estos su
correspondiente taza de café, cucharilla y azucarillo, con tanta destreza como
si su se tratase de un experimentado camarero de salón. Al llegar junto a la
mesa, los deposito sobre esta, se sentó frente a mí, cogió el sobrecito de
azúcar por una esquina, lo sacudió un par de veces para que esta se acumulase a
un lado, rompió el envoltorio para verter el contenido en la taza, tomó la
cucharilla, la introdujo en el líquido y comenzó a remover hasta que consideró
que el azúcar se habría diluido del todo, se llevó la taza hacia la boca y,
tras dar un sorbo y dejar la taza sobre el plato. –Me gustaría que trabajases
para mí, me soltó de repente y casi me atraganto con el trago que corría por mi
garganta hacia abajo en aquel momento. –¿Cómo dice?, le pregunté. –Me parece
usted una linda jovencita y considero que no sería justo que se pierda en el
mundillo de la noche, y es por ello, que me gustaría ofrecerla un puesto de
trabajo. –¿Y en qué consistiría?, le pregunté. –En que realizases las tareas
del hogar, me dijo con voz pausada. –Ya he estado antes y el sueldo que ofrecen
es muy poco para lo mucho que hay que hacer… –Bueno, todavía no hemos hablado
del salario, me dijo poniendo serio el semblante. –¿Cuánto estaría dispuesto a
pagar?, le dije. –¿Le parece bien cien mil pesetas al mes, seguro y los
derechos a aparte?, me respondió sin que le temblase la voz. –No sé qué quiere
decir usted con eso, le dije. –Darte de alta en la Seguridad Social y cotizar
por ti para el futuro; dos días libres a la semana y fiestas de guardar y un
mes de vacaciones remuneradas por año, me aclaró. –La oferta me parece
razonable, pero es que vivo de alquiler en casa de ellos…–No importa, si
quieres te puedes quedar a vivir en la mía sin necesidad de tener que abonar
nada, me dijo sin dejarme terminar la frase. –Me ha convencido usted, ¿cuándo
puedo comenzar?, le dije sin más, y me quedé complacida al observar el brillo
que adquirieron sus vivarachos ojos y la expresión que mostraba su rostro. Así
fue como le conocí y cambié mi estilo de vida. Y al cabo de un año, a pesar de
que no había ningún tipo de atracción por ninguna de las partes me pidió que me
casara con él, algo que al principio no entendí, pues era consciente de que no
perseguía acostarse conmigo porque así me lo había hecho saber antes de
atreverse a dar el paso final.
–Tía, pues, no entiendo por qué una historia tan bonita
tenga que permanecer en secreto y en cambio las historias desagradables tengan
que andar de boca en boca y se esparzan con tanta rapidez como la pólvora; pero
me imagino que si usted así lo ha decidido tendrá sus motivos.
–Lamentablemente para mí, lo tuve que mantener en secreto
por causa de las arraigadas convicciones religiosas que imperan en casa de mis
padres y hermanos; para ellos sería una deshonra el saber que su hija y
hermana, además de haberse prostituido, se había casado por lo civil, y
posiblemente, pensarían que por intereses económicos, con alguien que por edad
podría ser mi abuelo: esa es la única razón de ocultarles la verdad cuando
regresaba cada año a Ecuador y ellos me decían que si no tenía pensado casarme
y formar una familia –suspiró e hizo una pausa para tomar aire, se enjugó las
lágrimas que corrían por sus mejillas con un pañuelo de papel, se sonó la nariz
y prosiguió–: Nuestra relación matrimonial a… apenas duró un año, justo el
tiempo que le habían no… notificado en el hospital, tras serle descubierto el
cáncer de pulmón que le venía minando la vida desde tiempo atrás y… y que de no
ser porque acudió a su médico de cabecera pe… pensando que se trataría de un
simple catarro, nada de cuanto aconteció hubiese ocurrido; pe… pero no queda
ahí la historia, ya que es… estando aún de cu.. cuerpo presente en el tanatorio
alguien se acercó a mí con una carpeta, y tras saludarme y da… darme el pésame,
se identificó y me dijo que al leer la prensa y ver la esquela en la sección de
necrológicas, cumpliendo con el encargo que en su día le hiciese su estimado y
fallecido amigo, me entregó un sobre que estaba lacrado al tiempo que me decía
que D. Rodolfo Eguiluz Basterra me había nombrado heredera universal de todos
sus bienes muebles e inmuebles –dijo María Fernanda, con voz entrecortada–, la
notificación me dejó paralizada durante
unos segundos; pero lo que más me impactó de todo aquello fue el descubrir que
el testamento había sido firmado al día siguiente de haber aceptado su propuesta
laboral. La generosidad y el buen trato que recibí de él durante ese breve
espacio de tiempo hizo que me enamorase como si fuese una quinceañera y aún
conservo ese lindo sentimiento a pesar de han transcurrido seis años, siete
meses y quince días de su fallecimiento –suspiró sonoramente y miró hacia el
techo como si del mismo cielo se tratara, se besó en la palma de la mano, la
inclinó hacia arriba y sutilmente sopló para enviársele con todo su amor.
–Que curiosa la forma de actuar de este generoso caballero,
¿verdad que sí, tía?
–Rodolfo era amante del arte y dedicó parte de su vida y
dineros en adquirir y coleccionar piezas de estilo francés de los siglos XIV,
XV y XVI, su herencia o legado como a él le gustaba nombrar, consistía en esta vivienda
con su contenido y una cantidad de dinero suficiente que me permitió vivir de
manera holgada durante más de cinco años, y desde entonces hasta ahora, me gano el sustento
ejerciendo un oficio que gracias al cuerpo que aún conservo, a los amigos y clientes
que tengo, me permite seguir llevando una vida más o menos digna invirtiendo
apenas cuatro horas en uno de los clubs del Barrio Chino.
–No entiendo por qué tiene usted que vivir así, con lo
fácil que habría sido poner en venta todo, retornar a Ecuador y vivir allí como
una reina acompañada por la familia que tanto la extraña y quiere.
–Es tan simple de explicar cómo difícil pueda resultar el
entenderlo, pero considero que un acto tan noble como el que hiciese en su día
mi difunto esposo y de obrar así: mi honorabilidad y el amor que siento por él
me harían sentir como un ser desagradecido y puede que tal vez mi conciencia me
impidiese ser lo feliz que soy y, hoy por hoy, es un riesgo que no quiero
correr –dijo con voz entrecortada.
–Tiene usted toda la razón, tía, discúlpeme si mi forma de
verlo le ha molestado.
–No te preocupes por nada, cariño, sé perfectamente que no
había ninguna mala intención en tus palabras. ¿Qué te parece si nos vamos a dar
una vuelta por la ciudad y aprovechamos para comer fuera de casa? –consultó
exhibiendo una amplia sonrisa.
–La verdad es que me molesta que me vean así con el rostro
y el ojo tan hinchado y amoratado, pero viendo con la ilusión que usted lo ha
dicho, está bien: vayamos a dónde usted quiera –Dicho esto, ambas se vistieron
para la ocasión con sus mejores galas, María Fernanda caminó hacia el mueble
rinconero que albergaba en una de sus baldas un antiguo y negro teléfono de
estilo francés, en baquelita, descolgó el auricular, y ayudándose de un
bolígrafo hizo girar la ruleta para ir marcando los números de uno en uno con
la intención de solicitar un taxi.
Al salir del portal, el servicio solicitado las estaba
esperando.
–Hola –dijeron casi a la par las dos Marías, al abrir la
puerta trasera.
–Hola, buenos días, ¿a dónde les llevo?
–A la Gran Vía, por favor –indicó la de más edad.
Unos minutos después, siguiendo las indicaciones de María
Fernanda, el taxista detuvo el vehículo a la altura de uno de los restaurantes
de la zona. Al bajarse, a María le llamó la atención, además del masivo
tránsito de vehículos, personas y lo diferente que es Bilbao de Santiago de
Guayaquil, un llamativo letrero.
–Tía, ¿quién era es señor?
–Cierto día, paseando por esta calle cogida del brazo del
que fuera mi único marido, le hice la misma pregunta, y según me dijo, el día
15 de junio del año 1300 fue fundada, por primera vez, la villa de Bilbao por
parte del señor de Vizcaya: Don Diego López de Haro –explicó, exhibiendo una
amplia sonrisa al terminar mientras con la mano derecha empujaba la puerta para
entrar en el restaurante, y una vez que se acomodaron en la mesa, después de
que un joven y agraciado camarero les llevase el menú solicitado, comenzaron a
degustar una ensalada mixta, bacalao a la bilbaína y una porción de tiramisú. Y
tras reposar la comida, tomarse un café y abonar el importe que indicaba el
tique que estaba sobre la mesa, ambas se levantaron, se colocaron el abrigo y
se despidieron de empleado con un «Hasta luego», María Fernanda, con un simple
«adiós» su ahijada y con un «Adiós, hasta luego. Gracias por su visita
señoras», el camarero. Después caminaron unos metros hasta llegar a la altura
de un centro comercial de renombre.
»Entremos aquí, cariño, a ver si hay alguna prenda que te
guste –dijo María Fernanda tratando de no herir los sentimientos de su ahijada;
ya que, desde que habían puesto el pie en la Gran Vía, los transeúntes no
hacían más que mirarlas, porque el atuendo con el que la niña de sus ojos había
aterrizado en el País Vasco era el típico de su pueblo, y a pesar de que en
cualquier tiempo los habitantes de la ciudad de Bilbao han sido y son personas
de mente despejada no dejaban de sorprenderse por la indumentaria, más que nada
por su vistosidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario