Enero
de 1982
Media hora faltaba para que
finalizase la jornada laboral del equipo encargado de recoger la basura por la
zona del Paseo del Campo del Volantín y calles aledañas, cuando, al echar mano
al último contenedor para situarlo correctamente en la parte trasera del
camión, Iñaki entreoyó un lastimero gemido, y sin pensárselo, con la intención
de retirarlo de la zona de maniobrabilidad, dio un tirón tan fuerte que derribó
a Ezequiel, su compañero.
–¡Alto!, ¡para!, ¡para! –gritó Iñaki blandiendo la mano
derecha todo lo alto que su acampanada voz le permitía desde el mismo eje de la
transitada calle.
El conductor pulsó los mandos para detener las maniobras
que había enviado desde la cabina. Abrió la puerta, se tiró del camión, y al no
visualizar a Ezequiel, llevándose las manos a la cabeza, corrió hacia la parte
trasera imaginándose un drástico final.
–¡Joder!, vaya susto que me habéis dado –chilló
malhumorado, llevándose la mano al pecho, tras localizar al operario–, ¿qué es
lo que ha pasado? –preguntó al que un momento antes daba en la trituradora con
la mirada fuera de sí.
–No sé, de repente, noté un tirón fuerte y al cogerme
desprevenido caí al suelo como un fardo –dijo mostrando una sonrisa mientras se
sacudía el pantalón con la mano izquierda.
Una vez repuestos del susto miraron hacia donde venía el
contendor descarriado y, al descubrir que el causante de tantos sobresaltos no
era más que un simple gatito que renegaba y se defendía con uñas y dientes para
liberarse de aquel ser que lo había sacado tan bruscamente de aquel lugar tan
oscuro donde había sido dejado a la suerte de Dios por la mano de una desalmada
e inhumana persona, se quedaron a cuadros.
–Mirad que bonito es –dijo Iñaki elevando la mano para que
lo viesen.
–Podías habernos avisado de otra manera, ¿no crees?
–reprendió el conductor, torciendo el morro como una iguana.
–¡Ahí va la ostia!, ¿y te crees que me ha dado tiempo a
pensar si era un gato o un niño el que gemía?
–¡Bueno, bueno!, tengamos la fiesta en paz que al fin y al
cabo no ha ocurrido ninguna desgracia –intervino Ezequiel al concienciarse que
el brazo no le respondía como habitualmente.
–Y ahora que le has salvado, ¿qué piensas hacer con él?
–curioseó con desaire el conductor.
–Pues, llevármelo a casa hasta que encuentre a alguien que
se quiera hacer cargo de él. Creo que es lo mínimo que se debe hacer en casos
como este, ya que; si hay gatos y perros callejeros, es porque en su día:
alguna persona les ha abandonado –razonó Iñaki.
–A ver si ahora te va a dar por ir recogiendo y llevar a
casa todo lo que te encuentres –dijo el conductor con desdén.
–No entiendo a santo de qué viene tu comentario y tu
actitud –reprendió Iñaki.
–Te recuerdo que hay una enfermedad que comienza así…
–Pues, si te refieres al síndrome de Diógenes… no creo que
por llevarme un gato a casa…
–Hoy, a primera hora, ha sido el jaulón de cría, que, según
tú, está prácticamente nuevo; ahora, el minino; y hace un par de meses, fue
aquel acuario que tanta pena te daba que acabase siendo triturado, y trataste
de convencernos argumentando que era por si alguien lo quería aprovechar; pero
dio la casualidad que unos días después, un conocido mío te vio en una tienda
de mascotas adquiriendo los componentes que faltaban, peces y alimento para
estos –argumentó el conductor con tono burlesco.
–Más te valdría que te preocupases de ti y no fueses tan
cotilla, que no sé por qué; pero me parece que lo tuyo es bastante más grave
–aconsejó Iñaki, frunciendo el ceño, tratando de hacerle entender que no fuese
por ahí porque la cosa podría ir a mayores.
–Vale, vale, no te preocupes, me abstendré a decir todo
aquello que pueda incomodarte, ¡parece mentira que me conozcas tan poco!
–No se trata de que me moleste o me deje de molestar, sino
de que comprendas que tengo edad y criterio más que suficiente para hacer con
mi vida lo que me apetezca sin que por ello tenga que rendir cuentas a nadie.
–¡Venga!, tienes razón, dejémoslo ahí: que no nos queda
tiempo ni para discutir –previno el conductor tratando de poner un matiz de
humor al inesperado acontecimiento.
Iñaki se dirigió hacia la cabina. Abrió la puerta del
copiloto, puso un pie en el estribo, y agarrándose como pudo asió la jaula que
estaba sobre el asiento, y una vez que puso los pies sobre en el suelo la abrió
para introducir en ella a la fierecilla que no hacía más que arañar, gruñir y
morder con la intención de liberarse de quién suponía era un peligro para su
existencia. Acto seguido, se giró para terminar de llevar a cabo sus funciones;
pero antes de que diese el primer paso: «No es necesario, ya lo hemos colocado
Avelino y yo» –advirtió el que había salido peor parado en el incidente
esbozando una sonrisa.
–Ezequiel, ¿qué tal llevas lo del brazo? –consultó Iñaki.
–Bien, bien, no te preocupes. Creo que el dolor es solo por
el golpetazo.
–Créeme que lo siento de verás y…
–No pasa nada. Estate tranquilo, yo hubiese hecho lo mismo.
–...gracias por comprender –dijo ofreciéndose a ayudarle a
subir al camión.
Al llegar a casa, Iñaki se dirigió hacia la cocina, y tras
accionar el interruptor de corriente que estaba junto a la puerta de entrada,
dejó la jaula sobre la mesa, le dedicó una mirada tierna al morrongo «me
imagino que a pesar de lo tarde que es no te enojarás si te invito cenar,
¿verdad que no, amiguito?» –le dijo mientras caminaba hacia la pequeña alacena.
Se detuvo frente a esta, abrió la puerta y asió una lata de sardinillas en
aceite y otra de foie-gras del tercer estante. Luego las abrió y las introdujo
en uno de los sectores del jaulón. Regresó a la alacena y cogió un tarro de
café soluble de la segunda balda, desenroscó el tapón, y después de liberarlo
del mecanismo que evita que el producto se apelmace como consecuencia de la
humedad del aire cada vez que es abierto o cerrado, tras lavarlo con jabón y
aclararlo, lo llenó de agua y lo depositó junto al alimento que había
predispuesto para que el asustado y tal vez hambriento minino saciase o no su
apetito. Luego retiró la azulada pantalla que dividía en dos el jaulón y se
sentó frente a este esperando ver como reaccionaba ante el improvisado y
suculento menú; pero las expectativas de Iñaki se vieron frustradas al observar
que ni siquiera hizo el menor atisbo que indicase que se lanzaría a comer. «No
te preocupes, cariño, que si no te lo comes ahora: te lo comerás mañana», le
vino a la mente aquellas palabras que tantas veces le había dicho su madre a él
cuando manifestaba que no tenía hambre cada vez que había verduras y pescado
para comer o cenar. Y viendo que el minino permanecía en un rincón sin apartar
la mirada de quién seguramente intuía como su mayor enemigo, Iñaki se retiró a
dormir, pues, aún faltaban más de tres horas para que amaneciese.
A las once en punto sonó el despertador como cada día; pero
a diferencia de otros, en lugar de ir al cuarto de baño se dirigió
sigilosamente hacia la cocina. Una sonrisa se dibujó en su rostro al comprobar
la incómoda postura con la que se había quedado dormido el huésped tras haberse
comido más de la mitad de la lata foie-gras y haber olisqueado y arañado algún
que otro trozo de sardinilla. Al acercarse al asustadizo animal, este bufó y
lanzó un zarpazo tal y como lo habría hecho un tigre cuyo espacio de seguridad
ha sido invadido por un intruso. Iñaki regresó al dormitorio e introdujo la
mano en uno de los bolsillos del acolchado y grisáceo plumífero que había
dejado colgado en el perchero al desvestirse para meterse en la cama apenas
cinco horas antes, y regresó junto a la fiera con las manos enfundadas en unos
guantes negros de piel, revestidos en su interior con pelo de conejo. Colocó la
pantalla que dividía el improvisado alojamiento en dos, y al introducir la mano
para asir al enojado y confuso felino, Iñaki notó un pinchazo en la tercera
falange del dedo índice como consecuencia del defensivo mordisco.
–Tranquilo, bonito: que no voy a hacerte ningún daño –dijo
situándole frente por frente con la mano vuelta hacia él mirándole a los
verdosos e iracundos ojillos.
El desesperado y temeroso animal no hacía más que bufar y
retorcerse con el propósito de escapar de aquella situación tan incómoda que,
incluso daba por hecho que esta era aún peor que la de haber sido arrojado al
metálico, oscuro, sucio y maloliente contendor por aquel desaprensivo ser
humano. Iñaki lo depositó sobre el suelo con sumo cuidado y el morrongo
emprendió una fugaz huida hacia la oscuridad y la protección que le brindaba un
arcaico mueble de cocina. Iñaki colocó un par de hojas de periódicos sobre las
baldosas y sobre estas el recipiente utilizado como bebedero y las dos latas de
conservas, por si al inquilino le apetecía comer algo durante su ausencia.
Luego regresó al dormitorio para vestirse de calle, y tras pasarse por el
cuarto de baño para lavarse, peinarse y perfumarse, lo dejó allí con la puerta
cerrada para evitar que a su regreso pudiese emprender la huida escaleras
abajo. Al salir del portal, Iñaki condujo sus pasos hacia la misma tienda donde
tiempo atrás había adquirido los elementos que le faltaban al acuario: media
docena de carpas naranjas, cuatro arcoiris, y dos peces gatos para que se
encargaran de mantener limpio de restos de alimentos e impurezas el fondo del
mismo, tal y como le había aconsejado la jovencísima y atractiva dueña.
–Hola –dijo al poner los pies en la tienda de mascotas.
Al verle, la joven hizo un ademán de sorpresa. Iñaki solía
ir una vez al mes y no habían transcurrido más que dos días desde la última
visita.
–Hola, buenos días, ¿qué te trae por aquí?
–En esta ocasión no se trata de peces, sino de un gato que
encontré ayer, y aunque en un principio tenía pensado regalársele a alguien;
sin saber por qué, he cambiado de opinión al levantarme de la cama.
–¡Ah!, ahora lo entiendo –dijo sonriendo–, vienes a buscar
comida para él, ¿verdad?
–Sí, y un accesorio para llevarle hasta el veterinario para
que le eche un vistazo.
–¿Es cachorrito o adulto?
–No sé exactamente el tiempo que tendrá, pero no creo que
tenga más de dos meses, a pesar de los dientes que tiene.
–¡Ah!, no sabía que a los gatos se les pudiese aplicar la
misma técnica que a las caballerías para adivinar los años de estas –enfatizó
irónicamente.
–No, no, si yo no se la he mirado, lo digo por esto –dijo
mostrándole la marca dejada en su índice.
–Pero si apenas se ve, ¡ja, ja, ja!, ni que te hubiese
atacado un tigre de bengala –ironizó una vez más, valiéndose de la confianza
que había entre ambos.
–Mira, pues ahora que lo dices, aprovechando que su actitud
y su pelaje es gris atigrado: lo llamaré Tigre.
–Está bien, eso al igual que el modelo que elijas para
llevarle de un lado para otro es algo que solo a ti te corresponde; en cuanto a
la alimentación, te recomiendo que te lleves esta, que a pesar de que ni es la
más cara ni la más económica, según tengo entendido tanto por el distribuidor
como por los clientes es la que está considerada la mejor con respecto a la
calidad /precio.
–Bien, pues, no se hable más –indicó Iñaki sonriendo.
Un rato después, la joven entregó el tique de compra con
todos los artículos solicitados por el cliente y se despidieron amigablemente
con un «Hasta la próxima».
Al llegar a casa, tras abrir
la puerta de la cocina, Iñaki comprobó que no había el menor rastro de comida
en las latas ni del comensal que las había degustado. Se hincó de rodillas
sobre el suelo, arrimó la cabeza a este y observó cómo centelleaban dos
pequeños luceros que delataron al poseedor de estos arrinconado contra la
alicatada pared y una de las patas del vetusto aparador.
Transcurrida una semana, concienciado que Iñaki no suponía
ninguna amenaza para él, fue acortando las distancias hasta el punto de que un
día, aprovechando que el dueño de la casa se hallaba dormitando tendido sobre
el sofá después de haberse metido entre pecho y espalda un buen plato de cocido
de garbanzos con todos sus sacramentos: un trozo de chorizo, tocino, carne de
morcillo, costilla adobada y el típico hueso de jamón para potenciar la
contundencia y el sabor que hacen recordar a cualquiera las exquisiteces que
cocinaban nuestras abuelas cuando apenas éramos unos críos. Mientras tanto, Tigre, con tanto sigilo como miedo, se
fue acercando hasta que, al ver que su adversario no hacía nada por liberarse
de él, optó por quedarse a dormir junto a quien, desde hacía varios días,
además de tratarle con cariño, le suministraba el agua y los alimentos necesarios
para comer y vivir a cuerpo de rey en aquella casa que, a pesar de la sobriedad
del mobiliario, resultaba cómoda y acogedora. Al cambiar de postura Iñaki, un
sonido llamó la atención de Tigre.
Este dejándose llevar por la curiosidad estiró el cuello hasta el orificio por
donde había sido expulsado el sonoro y repulsivo gas. De pronto, Iñaki percibió
un cosquilleo sobre el labio superior e instintivamente se llevó la mano a la
boca, abrió los ojos y se quedó boquiabierto al reconocer al curioso morrongo.
«Si me levanto de prisa puede que se asuste y me ponga la cara como un Cristo»,
pensó mientras disimuladamente iba acercando su mano derecha por la
retaguardia. De repente, como si contase con un sexto sentido, Tigre se giró. Iñaki permaneció tan inactivo
como las estatuas que adornan los parques y las rotondas de algunas ciudades, y
cuando menos lo esperaba, en lugar de salir en estampida tal y como era de
prever, Tigre comenzó a lamer la mano
de quien, además de proporcionarle el alimento y el hogar donde morar: intuía
como su mejor amigo. A partir de aquel acontecimiento, con el paso de los días,
las semanas y los meses surgió entre ambos una simbiosis que más que amistosa
parecía paternofilial, pues, a pesar de las trastadas y los desperfectos que Tigre había ocasionado al mobiliario al
verse este en la obligación de tener que marcar su territorio siguiendo los
criterios tal cual le iban siendo indicados a medida que iba creciendo al igual
que aprendió que, además que hacer sus necesidades en el arenero, tenía que
taparlo antes de abandonar el lugar porque así se lo hacía saber el marcadísimo
instinto de supervivencia que llevan en los genes cualquier animal que forma
parte de la cadena trófica. Y cada vez que Iñaki le regañaba, el astuto gato
daba por hecho que no eran más que amenazas, ya que desde el día que lo recogió
hasta entonces habían transcurrido tres años y jamás le había dado un azote, y
no porque fuera merecido o no, sino porque, al igual que los peces, para él
eran su única familia.
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