lunes, 13 de junio de 2016

Capítulo II Episodio 2 ¿Víctima o Verdugo?

Enero de 1982
Media hora faltaba para que finalizase la jornada laboral del equipo encargado de recoger la basura por la zona del Paseo del Campo del Volantín y calles aledañas, cuando, al echar mano al último contenedor para situarlo correctamente en la parte trasera del camión, Iñaki entreoyó un lastimero gemido, y sin pensárselo, con la intención de retirarlo de la zona de maniobrabilidad, dio un tirón tan fuerte que derribó a Ezequiel, su compañero.

   –¡Alto!, ¡para!, ¡para! –gritó Iñaki blandiendo la mano derecha todo lo alto que su acampanada voz le permitía desde el mismo eje de la transitada calle.

   El conductor pulsó los mandos para detener las maniobras que había enviado desde la cabina. Abrió la puerta, se tiró del camión, y al no visualizar a Ezequiel, llevándose las manos a la cabeza, corrió hacia la parte trasera imaginándose un drástico final.

   –¡Joder!, vaya susto que me habéis dado –chilló malhumorado, llevándose la mano al pecho, tras localizar al operario–, ¿qué es lo que ha pasado? –preguntó al que un momento antes daba en la trituradora con la mirada fuera de sí.

   –No sé, de repente, noté un tirón fuerte y al cogerme desprevenido caí al suelo como un fardo –dijo mostrando una sonrisa mientras se sacudía el pantalón con la mano izquierda.
Una vez repuestos del susto miraron hacia donde venía el contendor descarriado y, al descubrir que el causante de tantos sobresaltos no era más que un simple gatito que renegaba y se defendía con uñas y dientes para liberarse de aquel ser que lo había sacado tan bruscamente de aquel lugar tan oscuro donde había sido dejado a la suerte de Dios por la mano de una desalmada e inhumana persona, se quedaron a cuadros.

   –Mirad que bonito es –dijo Iñaki elevando la mano para que lo viesen.

   –Podías habernos avisado de otra manera, ¿no crees? –reprendió el conductor, torciendo el morro como una iguana.  

   –¡Ahí va la ostia!, ¿y te crees que me ha dado tiempo a pensar si era un gato o un niño el que gemía?

   –¡Bueno, bueno!, tengamos la fiesta en paz que al fin y al cabo no ha ocurrido ninguna desgracia –intervino Ezequiel al concienciarse que el brazo no le respondía como habitualmente.

   –Y ahora que le has salvado, ¿qué piensas hacer con él? –curioseó con desaire el conductor.

   –Pues, llevármelo a casa hasta que encuentre a alguien que se quiera hacer cargo de él. Creo que es lo mínimo que se debe hacer en casos como este, ya que; si hay gatos y perros callejeros, es porque en su día: alguna persona les ha abandonado –razonó Iñaki.

   –A ver si ahora te va a dar por ir recogiendo y llevar a casa todo lo que te encuentres –dijo el conductor con desdén.

   –No entiendo a santo de qué viene tu comentario y tu actitud –reprendió Iñaki.

   –Te recuerdo que hay una enfermedad que comienza así…

   –Pues, si te refieres al síndrome de Diógenes… no creo que por llevarme un gato a casa…

   –Hoy, a primera hora, ha sido el jaulón de cría, que, según tú, está prácticamente nuevo; ahora, el minino; y hace un par de meses, fue aquel acuario que tanta pena te daba que acabase siendo triturado, y trataste de convencernos argumentando que era por si alguien lo quería aprovechar; pero dio la casualidad que unos días después, un conocido mío te vio en una tienda de mascotas adquiriendo los componentes que faltaban, peces y alimento para estos –argumentó el conductor con tono burlesco.

   –Más te valdría que te preocupases de ti y no fueses tan cotilla, que no sé por qué; pero me parece que lo tuyo es bastante más grave –aconsejó Iñaki, frunciendo el ceño, tratando de hacerle entender que no fuese por ahí porque la cosa podría ir a mayores.

   –Vale, vale, no te preocupes, me abstendré a decir todo aquello que pueda incomodarte, ¡parece mentira que me conozcas tan poco!

–No se trata de que me moleste o me deje de molestar, sino de que comprendas que tengo edad y criterio más que suficiente para hacer con mi vida lo que me apetezca sin que por ello tenga que rendir cuentas a nadie.

   –¡Venga!, tienes razón, dejémoslo ahí: que no nos queda tiempo ni para discutir –previno el conductor tratando de poner un matiz de humor al inesperado acontecimiento.
Iñaki se dirigió hacia la cabina. Abrió la puerta del copiloto, puso un pie en el estribo, y agarrándose como pudo asió la jaula que estaba sobre el asiento, y una vez que puso los pies sobre en el suelo la abrió para introducir en ella a la fierecilla que no hacía más que arañar, gruñir y morder con la intención de liberarse de quién suponía era un peligro para su existencia. Acto seguido, se giró para terminar de llevar a cabo sus funciones; pero antes de que diese el primer paso: «No es necesario, ya lo hemos colocado Avelino y yo» –advirtió el que había salido peor parado en el incidente esbozando una sonrisa.

   –Ezequiel, ¿qué tal llevas lo del brazo? –consultó Iñaki.

   –Bien, bien, no te preocupes. Creo que el dolor es solo por el golpetazo.

   –Créeme que lo siento de verás y…

   –No pasa nada. Estate tranquilo, yo hubiese hecho lo mismo.

   –...gracias por comprender –dijo ofreciéndose a ayudarle a subir al camión.

   Al llegar a casa, Iñaki se dirigió hacia la cocina, y tras accionar el interruptor de corriente que estaba junto a la puerta de entrada, dejó la jaula sobre la mesa, le dedicó una mirada tierna al morrongo «me imagino que a pesar de lo tarde que es no te enojarás si te invito cenar, ¿verdad que no, amiguito?» –le dijo mientras caminaba hacia la pequeña alacena. Se detuvo frente a esta, abrió la puerta y asió una lata de sardinillas en aceite y otra de foie-gras del tercer estante. Luego las abrió y las introdujo en uno de los sectores del jaulón. Regresó a la alacena y cogió un tarro de café soluble de la segunda balda, desenroscó el tapón, y después de liberarlo del mecanismo que evita que el producto se apelmace como consecuencia de la humedad del aire cada vez que es abierto o cerrado, tras lavarlo con jabón y aclararlo, lo llenó de agua y lo depositó junto al alimento que había predispuesto para que el asustado y tal vez hambriento minino saciase o no su apetito. Luego retiró la azulada pantalla que dividía en dos el jaulón y se sentó frente a este esperando ver como reaccionaba ante el improvisado y suculento menú; pero las expectativas de Iñaki se vieron frustradas al observar que ni siquiera hizo el menor atisbo que indicase que se lanzaría a comer. «No te preocupes, cariño, que si no te lo comes ahora: te lo comerás mañana», le vino a la mente aquellas palabras que tantas veces le había dicho su madre a él cuando manifestaba que no tenía hambre cada vez que había verduras y pescado para comer o cenar. Y viendo que el minino permanecía en un rincón sin apartar la mirada de quién seguramente intuía como su mayor enemigo, Iñaki se retiró a dormir, pues, aún faltaban más de tres horas para que amaneciese.



A las once en punto sonó el despertador como cada día; pero a diferencia de otros, en lugar de ir al cuarto de baño se dirigió sigilosamente hacia la cocina. Una sonrisa se dibujó en su rostro al comprobar la incómoda postura con la que se había quedado dormido el huésped tras haberse comido más de la mitad de la lata foie-gras y haber olisqueado y arañado algún que otro trozo de sardinilla. Al acercarse al asustadizo animal, este bufó y lanzó un zarpazo tal y como lo habría hecho un tigre cuyo espacio de seguridad ha sido invadido por un intruso. Iñaki regresó al dormitorio e introdujo la mano en uno de los bolsillos del acolchado y grisáceo plumífero que había dejado colgado en el perchero al desvestirse para meterse en la cama apenas cinco horas antes, y regresó junto a la fiera con las manos enfundadas en unos guantes negros de piel, revestidos en su interior con pelo de conejo. Colocó la pantalla que dividía el improvisado alojamiento en dos, y al introducir la mano para asir al enojado y confuso felino, Iñaki notó un pinchazo en la tercera falange del dedo índice como consecuencia del defensivo mordisco.

   –Tranquilo, bonito: que no voy a hacerte ningún daño –dijo situándole frente por frente con la mano vuelta hacia él mirándole a los verdosos e iracundos ojillos.

   El desesperado y temeroso animal no hacía más que bufar y retorcerse con el propósito de escapar de aquella situación tan incómoda que, incluso daba por hecho que esta era aún peor que la de haber sido arrojado al metálico, oscuro, sucio y maloliente contendor por aquel desaprensivo ser humano. Iñaki lo depositó sobre el suelo con sumo cuidado y el morrongo emprendió una fugaz huida hacia la oscuridad y la protección que le brindaba un arcaico mueble de cocina. Iñaki colocó un par de hojas de periódicos sobre las baldosas y sobre estas el recipiente utilizado como bebedero y las dos latas de conservas, por si al inquilino le apetecía comer algo durante su ausencia. Luego regresó al dormitorio para vestirse de calle, y tras pasarse por el cuarto de baño para lavarse, peinarse y perfumarse, lo dejó allí con la puerta cerrada para evitar que a su regreso pudiese emprender la huida escaleras abajo. Al salir del portal, Iñaki condujo sus pasos hacia la misma tienda donde tiempo atrás había adquirido los elementos que le faltaban al acuario: media docena de carpas naranjas, cuatro arcoiris, y dos peces gatos para que se encargaran de mantener limpio de restos de alimentos e impurezas el fondo del mismo, tal y como le había aconsejado la jovencísima y atractiva dueña.

   –Hola –dijo al poner los pies en la tienda de mascotas.

   Al verle, la joven hizo un ademán de sorpresa. Iñaki solía ir una vez al mes y no habían transcurrido más que dos días desde la última visita.

   –Hola, buenos días, ¿qué te trae por aquí?

   –En esta ocasión no se trata de peces, sino de un gato que encontré ayer, y aunque en un principio tenía pensado regalársele a alguien; sin saber por qué, he cambiado de opinión al levantarme de la cama.

   –¡Ah!, ahora lo entiendo –dijo sonriendo–, vienes a buscar comida para él, ¿verdad?

   –Sí, y un accesorio para llevarle hasta el veterinario para que le eche un vistazo.

   –¿Es cachorrito o adulto?

   –No sé exactamente el tiempo que tendrá, pero no creo que tenga más de dos meses, a pesar de los dientes que tiene.

   –¡Ah!, no sabía que a los gatos se les pudiese aplicar la misma técnica que a las caballerías para adivinar los años de estas –enfatizó irónicamente.

   –No, no, si yo no se la he mirado, lo digo por esto –dijo mostrándole la marca dejada en su índice.

   –Pero si apenas se ve, ¡ja, ja, ja!, ni que te hubiese atacado un tigre de bengala –ironizó una vez más, valiéndose de la confianza que había entre ambos.

   –Mira, pues ahora que lo dices, aprovechando que su actitud y su pelaje es gris atigrado: lo llamaré Tigre.

   –Está bien, eso al igual que el modelo que elijas para llevarle de un lado para otro es algo que solo a ti te corresponde; en cuanto a la alimentación, te recomiendo que te lleves esta, que a pesar de que ni es la más cara ni la más económica, según tengo entendido tanto por el distribuidor como por los clientes es la que está considerada la mejor con respecto a la calidad /precio.

   –Bien, pues, no se hable más –indicó Iñaki sonriendo.

   Un rato después, la joven entregó el tique de compra con todos los artículos solicitados por el cliente y se despidieron amigablemente con un «Hasta la próxima».



Al llegar a casa, tras abrir la puerta de la cocina, Iñaki comprobó que no había el menor rastro de comida en las latas ni del comensal que las había degustado. Se hincó de rodillas sobre el suelo, arrimó la cabeza a este y observó cómo centelleaban dos pequeños luceros que delataron al poseedor de estos arrinconado contra la alicatada pared y una de las patas del vetusto aparador.

   Transcurrida una semana, concienciado que Iñaki no suponía ninguna amenaza para él, fue acortando las distancias hasta el punto de que un día, aprovechando que el dueño de la casa se hallaba dormitando tendido sobre el sofá después de haberse metido entre pecho y espalda un buen plato de cocido de garbanzos con todos sus sacramentos: un trozo de chorizo, tocino, carne de morcillo, costilla adobada y el típico hueso de jamón para potenciar la contundencia y el sabor que hacen recordar a cualquiera las exquisiteces que cocinaban nuestras abuelas cuando apenas éramos unos críos. Mientras tanto, Tigre, con tanto sigilo como miedo, se fue acercando hasta que, al ver que su adversario no hacía nada por liberarse de él, optó por quedarse a dormir junto a quien, desde hacía varios días, además de tratarle con cariño, le suministraba el agua y los alimentos necesarios para comer y vivir a cuerpo de rey en aquella casa que, a pesar de la sobriedad del mobiliario, resultaba cómoda y acogedora. Al cambiar de postura Iñaki, un sonido llamó la atención de Tigre. Este dejándose llevar por la curiosidad estiró el cuello hasta el orificio por donde había sido expulsado el sonoro y repulsivo gas. De pronto, Iñaki percibió un cosquilleo sobre el labio superior e instintivamente se llevó la mano a la boca, abrió los ojos y se quedó boquiabierto al reconocer al curioso morrongo. «Si me levanto de prisa puede que se asuste y me ponga la cara como un Cristo», pensó mientras disimuladamente iba acercando su mano derecha por la retaguardia. De repente, como si contase con un sexto sentido, Tigre se giró. Iñaki permaneció tan inactivo como las estatuas que adornan los parques y las rotondas de algunas ciudades, y cuando menos lo esperaba, en lugar de salir en estampida tal y como era de prever, Tigre comenzó a lamer la mano de quien, además de proporcionarle el alimento y el hogar donde morar: intuía como su mejor amigo. A partir de aquel acontecimiento, con el paso de los días, las semanas y los meses surgió entre ambos una simbiosis que más que amistosa parecía paternofilial, pues, a pesar de las trastadas y los desperfectos que Tigre había ocasionado al mobiliario al verse este en la obligación de tener que marcar su territorio siguiendo los criterios tal cual le iban siendo indicados a medida que iba creciendo al igual que aprendió que, además que hacer sus necesidades en el arenero, tenía que taparlo antes de abandonar el lugar porque así se lo hacía saber el marcadísimo instinto de supervivencia que llevan en los genes cualquier animal que forma parte de la cadena trófica. Y cada vez que Iñaki le regañaba, el astuto gato daba por hecho que no eran más que amenazas, ya que desde el día que lo recogió hasta entonces habían transcurrido tres años y jamás le había dado un azote, y no porque fuera merecido o no, sino porque, al igual que los peces, para él eran su única familia.

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