Como cada martes, desde que se
había quedado huérfano, Iñaki se desplazó hasta el Mercado de la Ribera con la
intención de realizar la compra semanal y, siguiendo con la tradición de su
añorada madre, comenzó desde arriba para abajo. Prefería ir a primera hora
porque, una vez superada la infancia y preadolescencia, no soportaba tener que
guardar cola para ser atendido.
–Hola, buenos días –dijo sonriendo al llegar a la altura de
las fruterías.
–Kaixo, egun on Iñaki, ¿qué te pongo?
–Me vas a dar tres kilos de reineta, uno de plátanos de
Canarias y cinco de patatas Kennebec –soltó del tirón y mientras era atendido
por la hija pequeña del frutero, Iñaki permaneció en silencio, ensimismado.
–¿Alguna cosa más? –preguntó una joven alta, delgada de
cabellos lacios y rubios como el platino, luciendo una lozana sonrisa.
Iñaki se irguió con ademán de sorpresa, parpadeó y movió la
cabeza hacia los lados, de manera mecánica, con reiteración.
–No, no, con esto es suficiente. Gracias.
La joven tecleó sobre la balanza electrónica y esta expelió
el tique de compra por uno de los extremos; después, dando un certero tirón
hacia la izquierda, desprendió el comprobante y se lo entregó en mano a Iñaki,
este lo miró y, tras abonar el importe exacto se despidieron.
–Adiós, hasta la semana que viene –dijo él.
–Agur, gero arte –respondió ella.
Al llegar a la primera planta, se dirigió a la carnicería
que durante tantos años había acompañado a su progenitora, la misma que en su
día se había encargado de enseñarle a realizar todas las labores de una buena
ama de casa, como si intuyese que su vida iba a ser más bien corta, ya que;
tanto por línea materna como por la paterna, el cáncer de páncreas les venía de
serie y eran pocos los que lograban superar la barrera de los cincuenta.
–Kaixo Josetxu, ¿qué tal? –dijo el recién llegado.
–¡Ahí va la ostia, Iñaki!, si no te había visto. Bien,
bien, ¿y tú?
–Bien, también, gracias. Me vas a poner un pollo de corral
y lo vas a trocear para ponerlo estofado con patatas panadera, me vas a poner
también para preparar un cocido, ¡como Dios manda!, un kilo de chuletas de
pierna de cordero y, también ponme algo de embutido variado, como todas las
semanas.
–Oído cocina. Marchando en busca de un oilasko… –dijo
jocosamente el carnicero.
Mientras el pedido era preparado, Iñaki se distrajo
siguiendo con la mirada el ajetreo que a esas horas presentaba el concurrido
mercado.
–¿Algo más? –consultó al cabo de un rato, tras haber pasado
con energía y maestría el cuchillo por la chaira y dejarlo sobre el mostrador
preparado para realizar los siguientes cortes, tal y como lo habría hecho
cualquier profesional que se precie
–No, no, con esto vale; que aún tengo que hacer algunas
compras más.
El vendedor introdujo la mercancía en dos bolsas de
plástico, serigrafiadas con productos cárnicos y el apellido de la empresa
familiar, y pasándolas por encima de la vitrina, se las entregó en mano, junto
al tique de compra.
–¡Venga!, hasta otra, campeón –dijo Iñaki, después de asir
las bolsas para depositarlas con cuidado en el interior del trajinado carro de
la compra y recoger las vueltas del importe entregado.
–Adiós, adiós –dijo con voz acampanada el macilento y
barbilampiño carnicero, con el que tantas veces había correteado por los
pasillos del mercado mientras que Amaia permanecía en la cola, hablando con
unas y otras, hasta que le llegase el momento de ser atendida. La misma que no
le importaba tener que esperarse porque, según ella: «no había otra carne igual
en todo el recinto ni carnicero más tratable y sincero».
Iñaki continuó descendiendo y comprando todo aquello que
previamente había anotado en casa, en una libreta de bolsillo y, a medida que
iba adquiriendo los productos, los iba tachando tal y como lo venía haciendo
desde que era un niño. «Uno menos», susurraba para sí mismo, evocando la
inolvidable y cálida voz de quien lo había traído al mundo: su madre.
–Buenos días, ¿quién es la última? –consultó a media voz.
–Yo –respondió una anciana menuda con voz aguda, de
cabellos cuidados y el cutis tan liso y brillante como el de una muñeca de
porcelana–, pero no te preocupes, hijo, que vengo solo a por una docena de
anchoas.
Iñaki la miró de arriba abajo y le brindó una amplia
sonrisa. Entre tanto, el pescadero estaba terminando de atender a las tres
jóvenes que estaban delante de la que, por edad, bien podría ser la abuela del
noctámbulo operario.
Al cabo de un rato, Iñaki regresaba de su letargo al
percibir la gastada y familiarizada voz nasal.
–¿Alguna cosa más, señora Pilar? –consultó con tono
agradable, un sexagenario de ralos y plateados cabellos, al tiempo que le
entregaba las anchoas en un cucurucho de papel de estraza revestido de una fina
capa plastificada a la escuálida nonagenaria.
–No, no, con esto es suficiente. Mañana, si es que aún
vivo, vendré a buscar un par de verdeles para escabecharlos.
Una vez que la mujer se hubo apartado lo suficiente, el
pescadero miró a Iñaki a los ojos.
–¡Qué cosas tiene esta mujer!, llevo más de treinta años diciéndome
lo mismo…
–El bilbaíno de corazón español hizo un gesto de
desconcierto.
–¿Siempre viene a buscar anchoas y verdeles?
–No, hijo, eso no, me refiero a lo de si es que vivo.
Ambos sonrieron ampliamente durante unos segundos.
–¿Te pongo lo de siempre, hijo?
–No, no, señor Fermín. Esta vez me voy a llevar una rodaja
gruesa de bonito, que se me ha antojado para comer marmitako, y me ponga
también un kilo de sardinas, que me encantan rebozadas y acompañarlas con
pimientos de Guernica, bien fritos.
–¿A mí me vas a decir a estas alturas, cual son tus gustos
culinarios? Pues anda que no se lo oí veces a tu madre cuando se lo decía a mi
esposa, ¡qué en paz descansen las dos!, cada vez que venía a buscar el pescado
que tanto os gustaba a ti como a tu padre, ¡qué Dios le tenga en su Gloria!,
porque era un hombre de los pies a la cabeza. ¡Cuánto me acuerdo de él y las
conversaciones que teníamos cuando íbamos a pescar lubinas desde el Paseo de
don Evaristo Churruca, junto al Puente Colgante de Portugalete!
El rostro de Iñaki se tornó afligido al escuchar la
modulación empleada.
–Ya ha llovido, ¿verdad, señor Fermín? –afirmó con ahogo.
–Sí, pese a ello, las cosas buenas siempre las tengo
presentes, pues, es una forma de volverlo a vivir.
–Bueno, ¡venga!, señor Fermín, me marcho: que soy de
lágrima fácil y no me apetece llorar en público.
–Está bien, entiendo tu postura, hijo. ¡Venga!, muchas
gracias por la visita. Hasta la próxima, si es que Dios quiere.
–Hasta entonces, pues, señor Fermín.
El repecho existente en la
calle Tivoli antes de llegar a la altura de la plaza de Moraza obligaba a Iñaki
a caminar con paso lento, absorto en cómo y para qué día elaboraría aquellas
deliciosas recetas que su madre le había enseñado, cuando, de repente, se
detuvo en seco al oír: «Egun on Iñaki», cuya voz provocó que el corazón de este
comenzase a galopar con frenesí como lo haría el de un caballo que se acaba de
desbocar. Iñaki levantó la vista del suelo y la fijó sobre aquel rostro
angelical, cuyas dilatadas pupilas harían entender a cualquier entendido en
materia que no era solo como consecuencia de haberse encontrado un par de
amigos.
–¡Hombre, María!, ¡¿cómo tú por aquí, a estas horas?!
–articuló sin salir de su asombro, dejándose llevar por los sentimientos
encontrados al coincidir con la persona que tanto anhelaba.
–Vivo ahí mismo –dijo señalando hacia la intersección de
Tivoli con Matico, a unos diez metros escasos de la plaza Moraza.
El rostro de Iñaki adquirió un tono sorpresivo.
–¡No me lo puedo creer!
–¿El qué?
–Pues… eso, que con todo lo que hemos hablado y haberte
dicho varias veces por donde vivía… que aún no me hayas dicho que vivimos tan
cerca.
–Es que no lo sabía. De hecho, ahora lo entiendo todo –dijo
al percatarse que justo en frente había un llamativo letrero con fondo azul
cielo, cuya inscripción y la orla del mismo destacaban con un blanco níveo, y
que hasta entonces había pasado desapercibido para ella.
–María, ¿te apetece tomar algo? –consultó e hizo un gesto
mirando hacia arriba con la intención de que viese el letrero del bar.
–Sí, claro, ¡por qué no!, ya sabes que me encanta conversar
contigo.
Ambos se miraron a los ojos, sonrieron y reanudaron la
marcha hacia arriba. Veinte pasos después se giraron hacia la izquierda y
comenzaron a subir los escalones que da acceso a la plaza. Una vez arriba,
volvieron a girar en el mismo sentido y anduvieron los pasos que median desde
allí hasta el bar.
–Aquí, en este portal, en el cuarto piso es donde vivo
–informó antes de entrar en el establecimiento.
–Buenos días –dijeron casi a la par.
–Kaixo pareja –respondió con voz cavernosa, como si les
conociese de toda la vida, el legendario tabernero mientras se llevaba las
manos hacia el paño blanco que llevaba pillado por una de las esquinas entre el
cinturón y una trabilla del negro pantalón para secarse las manos.
–¿Qué va a ser?
–Para mí una cerveza sin alcohol –dijo volviéndose hacia
María–: ¿y tú? –consultó haciendo un
gesto con la cabeza.
–Café –respondió mirando al septuagenario-, y, si puede
ser, no caliente la leche.
–¿Alguna marca en especial? –consultó el camarero a Iñaki.
–No, no, me da
igual. Gracias.
El anciano introdujo la mano en el botellero.
–¿Se la sirvo en vaso?
Iñaki negó reiteradamente moviendo la cabeza hacia los
lados. El cantinero se volvió hacia la cafetera y comenzó a preparar el café.
–Qué curioso, ¿verdad? –susurró María.
–Disculpa, ¿el qué? –consultó Iñaki, al tiempo que con su
índice se golpeaba suavemente sobre el trago de la oreja derecha, como
consecuencia del cambiante y estridente ruido que producía al ser manipulada la
presión del vapor para templar la leche.
–Pues, que vivamos tan cerca el uno del otro y que no lo
supiésemos.
–Suele ocurrir, que cuanto más cerca estamos de algo menor
es el ángulo de visión; pero lo que importa, es que ahora ya lo sabemos y si no
nos vemos, pues, incluso nos podemos llamar por teléfono para quedar y tomar
algo.
–Sí, claro, ¿por qué no?
El rostro de Iñaki se iluminó. El brillo de sus ojos
hablaba por sí solos.
Me gustaría invitarte a comer el domingo que viene –soltó,
de buenas a primeras, después de haberlo estado madurando desde la última
visita al centro de trabajo.
–¿Y eso? ¿Cómo así? –dijo con voz melosa.
–Iñaki, bajó la mirada y el tono de su voz.
–Es que el domingo es mi cumple y me gustaría celebrarlo
contigo.
–Sí, claro, ¿por qué no?, ¡faltaría más!, pero te recuerdo
que, para eso de las seis, como mucho, tengo que estar en casa.
–Muchas gracias.
–¿Gracias por qué? —consultó luciendo una amplia sonrisa.
–Por haber aceptado sin ningún tipo de dudas.
–Que menos que eso, después de que surgiese esta linda
amistad, prácticamente desde el primer día que coincidimos hace ya casi cuatro
meses; pero eso sí, ahora si me disculpas tengo que dejarte, tengo cita en la
peluquería para la una y aún me queda un buen trecho que andar.
–Sí, claro. Por supuesto. Puedes marcharte cuando te
apetezca sin necesidad de darme ninguna explicación.
–Ella se acercó para despedirse con dos besos en las
mejillas.
–¿A qué hora y dónde quedamos para el domingo? –le susurró
al oído.
–¿Te parece bien aquí, a eso de las doce? –propuso con voz
trémula.
–Ella asintió y le hizo un guiño antes de abandonar el
local.
–¿Me dice que le debo? –preguntó alzando un tono la voz,
Iñaki.
El tabernero dejó de lavar los vasos en la fregadera, se
secó las manos en el socorrido paño y se desplazó hasta situarse frente a la
pareja.
–Doscientas veinticinco pesetas –dijo esbozando una
sonrisa.
Iñaki introdujo la mano en el bolsillo del pantalón, sacó
un monedero tipo tacón, y tras abrirlo y escarbar con los dedos en él, extrajo
dos monedas de cien y una de veinticinco y se las entregó en mano al vinatero.
–Adiós, hasta luego –dijo de camino hacia la salida.
–Agur, ikusi arte –respondió siendo consciente que regresarían al local muy pronto.
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