miércoles, 23 de marzo de 2016

Recuerdos de juventud…



Con la llegada de la primavera de 1978, mi padre se animó a comprar un ciclomotor, en principio para no tener que depender de nadie a la hora de desplazarse hasta la fábrica de piensos compuestos donde trabajaba. No sé el cómo, pero el caso es que se enteró que un vecino del barrio tenía en venta un Peugeot 104 R, lo que sí me consta, por estar presente, es que acordaron el precio en seis mil pesetas, es decir, el equivalente a treinta y seis euros, después de comprobar que estaba averiado. Al parecer, debían de tenerlo todo medio apalabrado, ya que, al poco rato apareció un primo de mi madre que, además de sentir pasión por las motos y participar en todos los eventos de motocross que se llevaban a cabo por aquellas fechas tanto en Plasencia como en las ciudades limítrofes, era un experimentado mecánico, y en cuestión de un par de horas hizo posible que entre la inmensa humareda escuchase por primera vez el rugir de aquel motor que, de no haber sido por mi padre, habría quedado relegado al abandono, la oxidación, a formar parte de un montón de chatarra y haber pasado, sin pena ni gloria, directamente al olvido.

Mi padre estaba encantado con la compra y durante un tiempo le dio el uso predispuesto por él, pero, con la llegada del otoño, su delicada salud se resintió hasta el extremo de que su médico de cabecera le aconsejó que se olvidase de desplazarse en él y, tras permanecer varios meses dado de baja, la cosa se complicó tanto que le concedieron una pensión de invalidez en grado de absoluta a la edad de cuarenta y siete años, y, como consecuencia de ello, el ciclomotor pasó a mí, después de cumplir dieciséis años, de solicitar el permiso de circulación y contratar un seguro a mi nombre, oséase cumplir con los requisitos que, por aquel entonces, se exigía a cualquier hijo de vecino. ¡Qué evocaciones me trae este escrito! Me pasaba horas y horas recorriendo el trayecto del campo de motocross disfrutando como un loco, a pesar de las limitaciones de sus 49 centímetros cúbicos, no disponer de una caja de cambios manual para seleccionar las velocidades con arreglo a la dificultad a sortear; aunque, en caso de necesidad, podía ayudar al motor dando pedales.

Allá por el mes de julio de 1980 nos reunimos tres amigos después de salir de trabajar para desplazamos hasta las inmediaciones de El Puente de Rebollar, con la intención de disfrutar de un fin de semana acampados junto a la orilla del río Jerte provistos de una sartén, dos litros de aceite, un kilo de sal, un par de navajas, una manta por cabeza y poco más. Recuerdo que, entre pitos y flautas, cuando llegamos al destino que teníamos prefijado desde la semana anterior, se nos hizo casi de noche y apenas nos dio tiempo para buscar leña, hacer fuego, comernos un bocadillo y un par de horas después echarnos a dormir; aunque, ha decir verdad, en mi caso no lo conseguí: era mi primer noche fuera de casa, la dureza de colchón, la infinidad de ruidos en la noche y el libre albedrío de la imaginación se encargaron de malograr el propósito. Menos mal que en seguida amaneció y, a pesar de estar tan avanzado el verano, no nos quedó otra que avivar el fuego para entrar en calor. Un rato después, me dirigí hacia los árboles donde habíamos dejado apoyados los ciclomotores y, tras dar un certero pedalazo, me subí a lomos de mi Peugeot y partí hacia Valdastilla, con la intención de comprar pan para el día y leche y galletas para desayunar, tal y como habíamos acordado la noche anterior. Y, una vez que regresé y dimos por finalizado el almuerzo, comenzamos a cortar ramas y retamas con la intención de construirnos una cabaña y, a eso del mediodía, tras lanzar varios rollos al cauce del río, nos introducimos los tres en una chorrera y nos empleamos a fondo metiendo las manos entre las ovas para capturar, a medida que lo fuésemos necesitando, el menú que teníamos previsto tanto para el mediodía como para la cena durante nuestra estancia en el lugar. El postre lo teníamos asegurado en las fincas colindantes, donde, además de sandías, melones y frambuesas, había cerezos y algún que otro frutal.

En la zona, además de nosotros, había acampados tres matrimonios de mediana edad con sus correspondientes tiendas de campaña. El primer día, a pesar de saludarlos con educación, se mantuvieron al margen y optaron por observar cada uno de los pasos que íbamos dando. Algo que nos llamó la atención por el hecho de que en Extremadura la gente es muy dada a entablar conversación, sin necesidad de tener que andarse por las ramas.

Al atardecer, tras dejar nuestras pertenencias recogidas en la cabaña, nos dirigimos, a lomos de nuestros ciclomotores, hasta Valdastillas. Allí estuvimos bebiendo, fumando y compartiendo historias con unas chavalas de Madrid, que estaban pasando las vacaciones estivales en el pueblo de origen de sus respectivos progenitores, hasta que, a eso de las tres y media, regresamos al campamento.

Al despertarme, en lugar de estremecerme por el frío como el día anterior, salí de la cabaña y comencé a estirar las piernas y los brazos a la par que bostezaba, abriendo las fauces como si fuera un león. Aquella noche no me importaron los ruidos ni la dureza del lecho y dormí como un lirón careto durante seis horas ininterrumpidamente y, a continuación, me acerqué hasta la orilla, me incliné para coger un par de embozadas de agua, me lave la cara, me mojé el pelo y, tras atusármelo con las manos, me disponía a retornar a la cabaña, cuando, de repente, alcé la testa como si fuera un podenco y comencé a olisquear la invisible estela que hasta mí condujo la brisa mañanera, y, dejándome llevar e influenciar por e intenso aroma a café recién hecho, al comprobar que los vecinos se disponían a desayunar, me invadió un hambre canina, y, de manera mecánica, me pasé la lengua por el contorno de los labios y comencé a salivar… dirigí mis pasos hasta donde mis dos amigos seguían durmiendo, con la intención de coger la billetera y desplazarme hasta Valdestillas para comprar el pan, la leche y las galletas… y con sigilo comencé a desandar el recorrido marcha atrás hasta que al llegar a la entrada de la cabaña, al girarme, me llevé un susto de muerte: una de las mujeres estaba  frente a mí, portando en una de sus manos un humeante puchero de hierro enlozado, color rojo óxido y una bolsa de magdalenas en la otra.

   —Hola, buenos días chavales —dijo con voz altiva— ¿Os apetece un poco de café?

Durante unos segundos me quedé perplejo. «¡¿Qué pasa?!» «¡¿Qué ocurre?!», gritaron, sin salir de su asombro, casi al unísono, mis colegas. Ella hizo un gesto avanzando las manos a la par que reiteraba la consulta, bajando el tono de su aguda voz. Miré a mis amigos y, al asentir ambos con la cabeza, di un paso para aceptar el ofrecimiento.

   —Si no tenéis bastante o necesitáis algo más, podéis ir a la tienda, sin vergüenza, que allí tenemos de to —dijo a la par que regresaba junto a los que, desde la distancia y el silencio, nos observan.

Media hora después, devolvimos el puchero a su dueña agradeciendo su generosidad con reiteración y, una vez acomodados sobre una Peugeot, una Mobilette y una Derbi Obrera, nos fuimos a dar un garbeo hasta Rebollar.

Sobre la una, regresamos al campamento y, tras dejar los ciclomotores apoyados sobre un par de alisos, nos dirigimos a la chorrera con un claro propósito… y, a pesar del intenso olor a humedad, poleos, hierba Luisa y demás fragancias florales y el murmullo de las agitadas aguas, comenzó a llegar hasta nosotros un apetecible y delicioso aroma envuelto entre humeantes estelas.

En torno a las dos menos cuarto, mientras que mis amigos destripaban en la orilla los barbos capturados, comencé a preparar el fuego y los utensilios que utilizaríamos para freírlos y, justo antes de ponernos a cocinar, se acercó la señora acompañada de su marido.

   —¿Os apetece comer un poco  paella? —consultó, con voz suave, él.

Los tres miramos el montón de peces e hicimos un gesto tratando de dar a entender qué haríamos con ellos. La verdad es que de poco sirvieron la excusa y el tímido rechazo, ya que, fuimos delatados por el brillo que adquirieron nuestros ojos.

   —Os propongo un trato.

Los tres dirigimos la mirada hacia él y, de manera mecánica, hicimos un gesto con la cabeza en señal de consulta.

   —El pescado a cambio de un plato de paella para cada uno, ¿qué os parece?

Asentimos reiteradamente moviendo la cabeza, sin necesidad de consultarnos entre nosotros.

   —Pues, ¡venga!, no se hable más o se nos pasará el arroz —remató ella, a la par que la comisura de sus labios se tornaban en una amplia sonrisa.

Durante la sobremesa, él nos contó que eran de Cáceres, pero que se encontraban allí porque estaba destinado en el Cuartel de la Constancia como subteniente, que vivían en una de las casas militares que estaban ubicadas entre el Parque de los Pinos y el barrio de Procasa y que, al vernos llegar de aquella manera, con el pelo más largo y la vestimenta tan distinta a la que estaba acostumbrado, la desconfianza que le infundamos fue tal que se pasó la noche en vela, tumbado boca arriba y con el arma reglamentaria al alcance de la mano, más que nada, según él, por si se nos ocurría hacer algo sospechoso durante la noche y que, tras observar nuestro comportamiento durante el día siguiente, su esposa y él se conmovieron y que eran incapaces de permitir que continuásemos superviviendo de aquella manera mientras que a ellos no les faltaba de nada y que como consecuencia de aquello aconteció lo narrado por mí anteriormente.

El atardecer llegó sin que nos diésemos cuenta y, como todo lo que comienza ha de tener un fin, nos despedimos del matrimonio con efusividad, recogimos nuestros enseres y desaparecimos de allí del mismo modo que habíamos llegado, quiero decir, entre ruidos, humos y envueltos en la polvareda de aquel transitado camino.






3 comentarios:

  1. Una divertida excursión la vuestra, Francisco. Imagino cuántos y buenos recuerdos ha de traerte esa moto, que además es bonita.

    ¡Un abrazo!

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    1. La verdad es que de joven hice muchas tonterías y esta fue una de ellas, contada así me causa verdadera satisfacción; pero ¿qué hubiese ocurrido en el caso de que el temeroso militar hubiera echo uso de su arma reglamentaria?

      Gracias por la atención y el interés mostrado.

      Saludos.

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  2. Ya acabé la lectura por fin y me ha parecido muy amena, además hay lugares que nombras que los conozco de cuando era jovencita y todavía pasaba los veranos en casa de mis abuelos junto a toda la familia de mi madre que no estaba muy lejos de la provincia de Cáceres. Tampoco me extraño de que ese matrimonio estuviera algo asustado al veros "la pinta" cuando aparecisteis por allí con esta motocicleta de finales de los 70 y principios de los 80, que me parece que la debo haber visto, pero no caigo ahora exactamente donde.
    Un abrazo

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