jueves, 3 de marzo de 2016

Los piconeros... 1

Plasencia, jueves 21 de noviembre de 1963

Aún faltaban dos horas para que amaneciese cuando se levantaron de la cama Ignacio, el Moreno y Francisco, el Raña. Ninguno de ellos tenía reloj ni lo necesitaban…

Sobre la mesa camilla aguardaban un par de humeantes tazones de café con leche, migado con un poco de pan asentado. Bajo la artesanal y rústica campana danzaba y chisporreteaban alegremente las llamas que se encargaban de proporcionar el calor a los cuarenta metros que contenía el modesto hogar ubicado en la calleja que más tarde sería conocida por la Calle de los Barriales. La temperatura en la cocina invitaba a quedarse, pero ellos no se podían permitir ese capricho; había que salir al campo, tal y como ellos decían cada vez que iban a ganarse el pan, y mientras que los hombres de la casa se disponían a coger fuerzas, Florencia, la Morena, terminaba de aparejar a las bestias en la cuadra: tal y como tenía por costumbre, un día sí y el otro también.

   —¡Menúo frío cace! —exclamó Morena, al adentrarse en la casa.

Padre e hijo continuaron desayunando sin prestarle la menor atención, y una vez en la calle.

   —Nácio, abrígate bien hijo… Frasco, ¿has cogío tabaco? —consultó, al tiempo que le entregaba una alforja en la que había introducido media barra de pan, un trozo de tocino adobado y un cuartillo de vino rebajado con agua. Y, un rato después, ambos desaparecían de la vista de su abnegada madre y esposa a través de la angosta y empinada calleja, el Raña a lomos de una burra torda  y tras él, en señal de respeto, en un burdégano castaño oscuro, el Moreno y, a unos veinte o treinta pasos por delante de ellos, correteando, dando saltos de un lado para otro, yendo  y viniendo, Diana, su atigrada y fiel galga.

Una legua castellana era la distancia que tendrían que recorrer para llegar al lugar que en la víspera habían reunido, junto a una de las lagunas existentes en la finca, las gavillas de serojas procedentes de la corta y poda de las encinas en Navalonguillas 1ª . Sin mediar palabra, el Raña extrajo un mechero de gasolina de uno de los bolsillos del raído y zurcido pantalón negro de pana,  lo arrimó a un pequeño haz de retamas secas, le dio candela y fue incorporando ramas finas para ir avivando el fuego que más tarde acabaría convirtiéndose en cisco. Mientras la hoguera iba cogiendo fuerza, el Moreno se limitó a desaparejar las bestias, las ató a una distancia prudencial para que cuando se quitara el medio centímetro de escarcha que cubría la abundante hierba pudiesen ir reponiendo fuerzas y se dispuso a llenar de agua los cuatro recipientes de hoja de lata que, después de haber acarreado y echado al fuego todas las serojas, utilizarían para ir apagándolo y conseguir el tan preciado y utilizado cisco.

Después de tomar las once, tal y como denominaban ellos al hecho de comer un bocado y echar un trago de vino, tras dar la corteza del tocino y un trozo de pan a la galga. Una vez que cargaron y amarraron los cuatro sacos que le tocaban en suerte a la Rucia y otros seis al Moro; con la cara y las manos entiznadas, emprendieron el retorno a casa detrás de las bestias: quienes presurosas caminaban a su libre albedrío, con el cabestro recogido sobre su propio cuello, por ser conocedoras del trayecto que tenían que recorrer y porque así lo permitía la escasez de vehículos motorizados por aquel entonces.

Diana se adelantó unos cinco minutos, tal y como tenía por costumbre para saciar su apetito con una lata de caldo migado con pan duro y los huesos y ternillas que Morena había desechado al deshuesar el trozo de costilla que había echado al puchero, y de manera indirecta la ponía sobre aviso de que los hombres no tardarían en llegar y esta aprovechaba para tener dispuesto todo sobre la mesa y se salió a la calle hasta que los vio aparecer en lo alto de la calleja. Se adentro en la cocina y comenzó a verter el caldo sobre las sopas de pan que previamente había depositado en los dos platos hondos y un cazo de garbanzos en cada uno y en el centro de la mesa colocó otro con todos los sacramentos, una barra de pan y un cuartillo de vino...

Al llegar las bestias, Morena se dispuso a recibirlas para atar los cabestros en la argolla que estaba junto a la puerta de la cuadra y comenzaron los tres a librarlas de la carga, y mientras que los hombres entraron para recuperar fuerzas con el suculento y sabroso cocido, ella se quedó metiendo los sacos en uno de los dos compartimentos en que estaba dividida la caballeriza. Entró en la casa y salió con un cubo de zinc para que abrevasen los équidos, y, a continuación, les quitó la cabezada y ambos se adentraron sin necesidad de ser arreados: sabían que en su pesebre les estaba esperando una ración de cebada mezclada con abundante paja.

Morena regresó a la cocina, retiró de las cenizas el puchero que tenía para calentar el agua, se dirigió hacia el palanganero y vació la mitad sobre la palagana, se lavó y, a continuación, secó las manos y la cara. Se introdujo en el dormitorio y se cambió de ropa.

   —¡¿Ande vas tan remuá?! —consultó Francisco, sin salir de su asombro.

   —Voy en ca la Carmen —respondió con voz altiva.

   —¡¿A estas horas?!

   —¿No come usté, madre?

  —Ya lo haré cuando venga —dijo, sin más; y una vez en la calle, comenzó a caminar calleja arriba, con dirección al barrio de La Data.

Veinte minutos después se encontraba frente al portal número catorce de la Calle Batalla del Salado. Se detuvo un instante para henchir los pulmones y comenzó a subir los cincuenta y cuatro peldaños que mediaban entre el rellano del portal y la meseta que daba acceso a la casa de su hija. Tiró del cordón que se hallaba junto al pomo para abrir la puerta y sin más preámbulos se adentró en la vivienda.

   —¡¿Carmen?!

  —Estoy aquí, madre —respondió, con voz entrecortada, desde una de las habitaciones.

   —¡¿Te pasa argo, hija mía?! —consultó al verla metida en la cama.

   —Creo que viene ya, madre.

Morena salió al rellano y gritó el nombre de la vecina del tercero.

   —¿Qué pasa? —consultó esta desde el rellano.

   —Que s'ha puesto de parto la mi muchacha.

La señora Carmen subió todo lo rápida que le permitió la angosta escalera y, sin necesidad de matrona ni médico, así es como vine a este mundo aquel ajetreado, distante y gélido día.


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