Plasencia, jueves 21 de noviembre de 1963
Aún faltaban dos horas para que amaneciese cuando se
levantaron de la cama Ignacio, el Moreno y Francisco, el Raña. Ninguno de ellos
tenía reloj ni lo necesitaban…
Sobre la mesa camilla aguardaban un par de humeantes
tazones de café con leche, migado con un poco de pan asentado. Bajo la
artesanal y rústica campana danzaba y chisporreteaban alegremente las llamas
que se encargaban de proporcionar el calor a los cuarenta metros que contenía
el modesto hogar ubicado en la calleja que más tarde sería conocida por la
Calle de los Barriales. La temperatura en la cocina invitaba a quedarse, pero
ellos no se podían permitir ese capricho; había que salir al campo, tal y como
ellos decían cada vez que iban a ganarse el pan, y mientras que los hombres de
la casa se disponían a coger fuerzas, Florencia, la Morena, terminaba de
aparejar a las bestias en la cuadra: tal y como tenía por costumbre, un día sí
y el otro también.
—¡Menúo frío
cace! —exclamó Morena, al adentrarse en la casa.
Padre e hijo continuaron desayunando sin prestarle la
menor atención, y una vez en la calle.
—Nácio,
abrígate bien hijo… Frasco, ¿has cogío tabaco? —consultó, al tiempo que le
entregaba una alforja en la que había introducido media barra de pan, un trozo
de tocino adobado y un cuartillo de vino rebajado con agua. Y, un rato después,
ambos desaparecían de la vista de su abnegada madre y esposa a través de la
angosta y empinada calleja, el Raña a lomos de una burra torda y tras él, en señal de respeto, en un
burdégano castaño oscuro, el Moreno y, a unos veinte o treinta pasos por
delante de ellos, correteando, dando saltos de un lado para otro, yendo y viniendo, Diana, su atigrada y fiel galga.
Una legua castellana era la distancia que tendrían
que recorrer para llegar al lugar que en la víspera habían reunido, junto a una
de las lagunas existentes en la finca, las gavillas de serojas procedentes de
la corta y poda de las encinas en Navalonguillas 1ª . Sin mediar palabra, el
Raña extrajo un mechero de gasolina de uno de los bolsillos del raído y zurcido
pantalón negro de pana, lo arrimó a un
pequeño haz de retamas secas, le dio candela y fue incorporando ramas finas
para ir avivando el fuego que más tarde acabaría convirtiéndose en cisco. Mientras
la hoguera iba cogiendo fuerza, el Moreno se limitó a desaparejar las bestias,
las ató a una distancia prudencial para que cuando se quitara el medio
centímetro de escarcha que cubría la abundante hierba pudiesen ir reponiendo
fuerzas y se dispuso a llenar de agua los cuatro recipientes de hoja de lata
que, después de haber acarreado y echado al fuego todas las serojas, utilizarían
para ir apagándolo y conseguir el tan preciado y utilizado cisco.
Después de tomar las once, tal y como denominaban ellos
al hecho de comer un bocado y echar un trago de vino, tras dar la corteza del
tocino y un trozo de pan a la galga. Una vez que cargaron y amarraron los
cuatro sacos que le tocaban en suerte a la Rucia y otros seis al Moro; con la
cara y las manos entiznadas, emprendieron el retorno a casa detrás de las bestias:
quienes presurosas caminaban a su libre albedrío, con el cabestro recogido
sobre su propio cuello, por ser conocedoras del trayecto que tenían que
recorrer y porque así lo permitía la escasez de vehículos motorizados por aquel
entonces.
Diana se adelantó unos cinco minutos, tal y como
tenía por costumbre para saciar su apetito con una lata de caldo migado con pan
duro y los huesos y ternillas que Morena había desechado al deshuesar el trozo
de costilla que había echado al puchero, y de manera indirecta la ponía sobre
aviso de que los hombres no tardarían en llegar y esta aprovechaba para tener
dispuesto todo sobre la mesa y se salió a la calle hasta que los vio aparecer
en lo alto de la calleja. Se adentro en la cocina y comenzó a verter el caldo sobre
las sopas de pan que previamente había depositado en los dos platos hondos y un
cazo de garbanzos en cada uno y en el centro de la mesa colocó otro con todos
los sacramentos, una barra de pan y un cuartillo de vino...
Al llegar las bestias, Morena se dispuso a recibirlas
para atar los cabestros en la argolla que estaba junto a la puerta de la cuadra
y comenzaron los tres a librarlas de la carga, y mientras que los hombres
entraron para recuperar fuerzas con el suculento y sabroso cocido, ella se quedó
metiendo los sacos en uno de los dos compartimentos en que estaba dividida la
caballeriza. Entró en la casa y salió con un cubo de zinc para que abrevasen
los équidos, y, a continuación, les quitó la cabezada y ambos se adentraron sin
necesidad de ser arreados: sabían que en su pesebre les estaba esperando una
ración de cebada mezclada con abundante paja.
Morena regresó a la cocina, retiró de las cenizas el
puchero que tenía para calentar el agua, se dirigió hacia el palanganero y
vació la mitad sobre la palagana, se lavó y, a continuación, secó las manos y
la cara. Se introdujo en el dormitorio y se cambió de ropa.
—¡¿Ande vas
tan remuá?! —consultó Francisco, sin salir de su asombro.
—Voy en ca
la Carmen —respondió con voz altiva.
—¡¿A estas
horas?!
—¿No come
usté, madre?
—Ya lo haré
cuando venga —dijo, sin más; y una vez en la calle, comenzó a caminar calleja
arriba, con dirección al barrio de La Data.
Veinte minutos después se encontraba frente al portal
número catorce de la Calle Batalla del Salado. Se detuvo un instante para
henchir los pulmones y comenzó a subir los cincuenta y cuatro peldaños que
mediaban entre el rellano del portal y la meseta que daba acceso a la casa de
su hija. Tiró del cordón que se hallaba junto al pomo para abrir la puerta y
sin más preámbulos se adentró en la vivienda.
—¡¿Carmen?!
—Estoy aquí,
madre —respondió, con voz entrecortada, desde una de las habitaciones.
—¡¿Te pasa
argo, hija mía?! —consultó al verla metida en la cama.
—Creo que
viene ya, madre.
Morena salió al rellano y gritó el nombre de la
vecina del tercero.
—¿Qué pasa?
—consultó esta desde el rellano.
—Que s'ha
puesto de parto la mi muchacha.
La señora Carmen subió todo lo rápida que le permitió
la angosta escalera y, sin necesidad de matrona ni médico, así es como vine a
este mundo aquel ajetreado, distante y gélido día.
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