De un tiempo a esta parte, cada vez que llega Semana
Santa me invade la alegría y la nostalgia, es decir, surgen en mí los
sentimientos encontrados.
Por un lado, me entristece no poder compartir esta celebración
rodeado de los amigos de siempre y la familia; por otro, la alegría me asalta
al recordar mi infancia y preadolescencia, allá en la alta Extremadura, es
decir, en Plasencia, la ciudad elegida por el Destino para que aconteciese allí
mi nacimiento y, por ende, donde vería la luz por primera vez y, por tanto,
comenzaría a dar los primeros pasos en este cambiante mundo.
En los primeros años de vida, junto a mis tres
hermanas, eran mis padres quienes se encargaban de llevarme a ver la Procesión.
Recuerdo que, cada día íbamos a un sitio distinto por el hecho de que las
procesiones partían de sus respectivos templos; por aquella época, la
ciudadanía acudía a presenciar los actos en multitud. La emotividad, sin llegar
a los extremos de Sevilla, era tan dispar o más que la edad de quienes
fielmente asistían un año tras otro para participar bien como público, o bien
como parte activa. Resultaba espectacular ver a los que hacían de romanos
montados a caballo, a los costaleros, a la Oje y al Ejercito acompañando a los
pasos con su redoblar de tambores y toques de trompetas y desfilar, con el paso
ensayado, a las Autoridades Municipales. ¡Qué buenos recuerdos me traen
aquellos años!, dónde, además de lo explicado, después de recorrer el trayecto
que media entre el Casco Viejo y el barrio de La Data, al llegar a casa,
mientras que mis hermanas y yo entrábamos al cuarto de baño para lavarnos las
manos, mi madre disponía sobre la mesa camilla una enorme cazuela repleta de peces
y patatas escabechás, que nos servía en platos individuales y a gusto del
consumidor. Tampoco faltaban a medio día los buenos potajes, el arroz con bacalao, las frituras y rebozados de pescado, las torrijas, arroz con leche y los huevillos de
postre.
Unos años más tarde, siendo preadolescentes, mis
padres continuaron con la tradición en solitario, mis hermanas y yo nos dispersamos
y acudíamos con nuestros respectivos amigos y amigas. Por aquel entonces,
dependiendo de si la Semana Santa caía en marzo o en abril, el pescado para el
escabeche era yo quien lo aportaba, pues, coincidiendo con la luna llena,
comenzaba el desove de las bogas y los chavales del barrio nos dirigíamos hasta
la Pesquera de los Hortelanos, y una vez allí, provistos cada uno con de un haz
de retamas envuelto entre ovas, cruzábamos el río unos metros más debajo de donde
estaban depositando los huevos, con el fin de que no se percatasen de nuestra
presencia y, a la de tres, las atacábamos por la retaguardia formando una
especie de semicírculo entre la orilla y la zona más profunda y comenzábamos a
sacarlas del agua a embozadas, ya que, estas suelen escoger las zonas más
someras para llevar a cabo la freza. Y, si teníamos suerte, tras un par de asaltos
o tres, podríamos tocar a cinco o seis kilos por cabeza en el reparto. Para los
demás no sé que significaría aquello más allá de la efusividad del momento,
pero para mí, el hecho de llegar a casa y que mi madre me felicitase por el
aporte: me hacía sentir útil, necesario, pletórico,…
En la actualidad, a pesar de vivir a menos de cien
metros del río más caudaloso de España, me tengo que conformar con prepararme solo
las patatas, ya que, según las últimas muestras de agua y peces analizados:
indican un alto contenido de metales pesados.
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