Escrito el 8 de marzo de 2016
Francisco, el Raña, o sea mi abuelo, por parte
materna, aprendió el oficio de Julián Herrero Mainsanava, su padre; un labrador
que, venido a menos, por asuntos familiares, no le quedó otra que abandonar Zarza
la Mayor, un pueblo de Extremadura que le vio nacer tal día como hoy, allá por
el año de 1874, y como consecuencia del inesperado acontecimiento, tras
desplazarse hasta Madrid para retirar de una entidad bancaria las dos mil
pesetas que en su día le había entregado una familia pudiente por el hecho de
acudir a combatir en la Guerra de Cuba en sustitución de su único heredero,
llegaron a Plasencia, la ciudad que acogió y amparó a los excombatientes, tras
retornar de la contienda, el día 13 de octubre de 1913 se presentó en la Plaza
de España con todas sus pertenencias: un burdégano castaño, los cuartos
mencionados y una carreta, la misma que sirvió de de medio de transporte y casa
durante los tres días que tardaron en recorrer los ochenta y cinco kilómetros,
más o menos, que distan entre los dos municipios.
Mi abuelo, al igual que su padre, y me consta por
habérselo escuchado más de una vez a ambos, por separado, tenía en mente que la
causa de no haber medrado económicamente como otras familias obreras de la
época era como consecuencia de que en la suya nacían más mujeres que hombres,
algo que no comparto, ya que, si no hubiese sido por la señora Morena, es
decir, mi abuela: no sé que suerte habrían corrido mi madre, su hermano y sus
dos hermanas.
A mi abuelo se le alegró el alma tanto como la vida
cuando tuvo conocimiento de mi existencia, es decir, desde el mismo día en que
nací; pero cinco o seis horas después, cuando retornó mi abuela al número
treinta y siete de la Calle Los Barriales, y comenzó hacer planes para el
futuro, sin ser consciente que si los años pasaban para mí, por ende, pasarían
también para él. Pensó que tenía la obligación de enseñarme el oficio y, cuando
el vino que ingería le afectaba un poco más de la cuenta, se le llenaba la boca
de decir a todo aquel que le escuchase: «ahora to va a cambiá…, y de aquí a ná
semos tres pa hacé picón… y por la madre que me parió, que el mi nieto tié que
se el mejó piconero de to Plasencia».
P. D.: El apodo de, «El Raña»,, se lo pusieron al poco
de haber llegado a la ciudad por haber sido afectados su hermano gemelo y él
por el virus de la Viruela y, tal y como se decía por aquel entonces: dejarle
la cara rañada. Su hermano, por desgracia, corrió peor suerte y perdió la vida
apenas con ocho años.
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