Amaneció un fastuoso día y, tras constatar que todos los
integrantes de la banda estaban presentes en la plazuela, Antonio se dirigió a
sus aguerridos incondicionales:
—Cómo ya sabéis,
hoy toca día de caza… pero antes, tengo
que decí que no se puede dispará a
ningún animal que tenga dueño, ni a ninguna persona, y que tenemos que tené mucho cuidao de no clavarnos ninguna
flecha… ¡Ah!, y como ya sabéis, el que
no quiera cumplí las órdenes: le echo de la banda. ¿Está claro?
—¿Y qué vamos a
cazá entonces? —preguntó, poniendo cara de desagrado, Leandro.
—Cazaremos
pájaros, conejos y bichos que no sean de nadie —respondió, con tono seco y
malhumorado.
—¿Y aónde vamos a
ir? —irrumpió de nuevo Leandro.
—Vamos a ir a la
fuente que está junto al portillo de Valcorchero, a los vivales que hay
endentro de los zarzales.
Después de
informar a la tropa condujo sus pasos hasta las casetas de los perros y, tras
agacharse, liberó al macho alfa para que este les acompañase. A continuación,
se encaminaron en tropel hacia las coordenadas indicadas. Aún faltaban unos quinientos metros para
llegar cuando alzando la mano ordenó detener la marcha:
—¡Shsss! ¡callarse
coño! —decretó con un liviano tono de voz—. A partí de ahora hay que ir en
silencio pa que los conejos no se escondan en sus cuevas.
Un momento
después, reanudaron el paso con tanto sigilo como el felino que espera
sorprender a su presa.
Apenas faltaban
cien metros para llegar al manantial, cuando se quedaron estupefactos al
observar la presencia de un nutrido y diversificado grupo de conejos que,
ajenos a lo que se les venía encima, estaban dedicados en cuerpo y alma a
satisfacer las necesidades más básicas: unos roían y degustaban afanosamente
las tiernas y frescas briznas de hierba que brotaban junto a la fontana; otros,
saciaban la sed en el chorro de agua que fluía por el rebosadero junto a las
zarzas, mientras que una treintena de
gazapillos y medios-conejos jugaban despreocupados entre las retamas y las
coloridas y perfumadas matas de cantueso. Unos y otros actuaban así confiando
en la experiencia de un macho adulto que oteaba el horizonte, erguido sobre sus
patas traseras desde un montón de piedras. De súbito, el macho alfa emprendió
la cacería por su cuenta y riesgo. El escamado roedor olisqueó la presencia de
los intrusos y, dando un salto, comenzó a chillar para dar la voz de alarma a
la par que velozmente emprendía la huida hacia la madriguera. El tropel
organizado tanto por los que huían como por el que les perseguía se podía oír a
varios cientos de metros. Entre el cáos, destacaba el incesante, eufórico y
agudo ladrido que ponía de manifiesto la ansiedad y el entusiasmo que embargaban
al astuto y adiestrado perro. Al cabo de un poco, este comprendió que el factor
sorpresa no sería suficiente para salirse con la suya. Por un lado, al ser tan
elevado el número de conejos y correr estos en todas direcciones; por el otro,
él estaba acostumbrado a cazar en grupo y, como consecuencia, al admitir su
fracasado intento: desistió de seguir gastando la menguada energía, dirigió una
opaca mirada hacia el arquero mayor y comenzó a jadear con excesiva sonoridad
como si estuviese reclamando algún premio.
Antonio se dirigió
hacia él y, puso una rodilla en tierra:
—Te estás haciendo
viejo, mi niño; pero no te precupes: tú siempre serás el jefe de la maná —le
dijo al oído, mientras le pasaba la mano por el lomo y, tras achucharle contra
su pecho, se reincorporó, se tocó la barbilla con la mano—: Tenemos que
escondernos y no hacé ni un solo ruido pa que los conejos salgan otra vez
—indicó a los demás.
Unos minutos
después, la calma se fue adueñando del lugar; pero aún así, de nada sirvió el
permanecer en silencio y estáticos, como suelen hacer las estatuas de bronce
que por doquier adornan plazas y jardines en pueblos y grandes urbes, por
espacio de dos horas y, tras darse por vencido, al comprobar que los roedores
no hacían mención alguna para dar señales de vida, además de que, por la
señales que le enviaba el estómago, presentía que iba siendo la hora de ir a
comer.
—¡Vámonos pa casa,
mañana será otro día! —dijo con rabia,
Antonio.
Durante el
retorno, lo acontecido hizo surgir la conversación.
—La culpa ha sío
del Moro —soltó sin más Leandro.
—No, no. Ha sío
del cabrón del conejo cá salió corriendo y chillando —alegó Moreno.
—¡Callarsos ya,
coño!..., qué más da quien haiga tenío la culpa ¡Jodé! —reprendió malhumorado,
Antonio.
Al percibir el
discrepante talante del «capitán», ni siquiera fue necesario decir que sería
mejor guardar silencio: ya que los enfados de este se erradicaban con rapidez.
Por la tarde,
después de haber estado jugando por las inmediaciones del «Cuartel…»,
acercándose la hora de dar por finalizada la jornada.
—Mañana me
levantaré a las siete de la mañana pa ir otra vé a cazá —balbució y expuso
mirando a Pedro y Vicente—. Si queréis vení... ya sabéis la hora y el lugá de
partía; pero, mañana, iremos sin el perro: pa que no nos pase lo mismo que hoy.
—Estoy de acuerdo
—respondió en primer lugar Pedro, el vecino de enfrente.
—Yo, tengo que
preguntárselo a mis padres y si me dejan voy —expresó Vicente. Y, dicho esto,
cada uno se fue para su respectiva morada.
Tras pasar la
noche.
Una vez reunidos,
se pasaron a recoger los arcos y, a continuación, emprendieron la marcha ladera
arriba, a buen ritmo, para llegar cuanto antes al lugar. En esta ocasión
tomaron la precaución, no solo de ir sin hablar, sino también intentar hacer el
menor ruido posible. Aun así, de poco les sirvió, ya que los astutos conejos,
además de utilizar la vista y el oído para librarse de cualquier amenaza,
contaban a su favor con un fino y preciso olfato, algo con lo que no contaba
Antonio. Haciéndole ver, una vez más, que para cazar no bastaba solo con la
intención. Después de permanecer durante una hora en silencio e inmóviles; tras
darse por vencido, tomó la decisión de asumir el nuevo y fallido intento cómo
una derrota más y, tras un leve y rápido movimiento de cabeza, sin necesidad de
hablar, les indicó que había llegado la hora de abandonar el lugar.
De regreso a casa,
Antonio se detuvo en seco al observar que junto a una de las retamas se
encontraba agazapado un hermoso conejo
y, extremando precauciones comenzó a avanzar hacia él cómo si se tratase
de una repetición de moviola
futbolística, logró situarse a una decena de metros del animal y, con mucha
discreción, se fue reincorporando al tiempo que iba colocando la flecha a la
vez que dirigía y tensaba el arco hacia el relajado y absorto animal.
«¡Siussss!», silbó mientras cortaba el aire la vertiginosa saeta, durante una
par de segundos e instantáneamente se escucharon los estrepitosos y
desesperados chillidos que emitió el desdichado roedor al recibir el inesperado
zambombazo de lleno en la cabeza. Seguidamente, retumbó un enérgico
«¡Bieennnnn!», tras el cual, Antonio partió hacia la presa abatida y, viendo
que este había emprendido la huida desorientado y con muy poca energía, corrió
tras él hasta darle alcance. Una vez en sus manos, al advertir que aún seguía
con vida, le remató dándole un golpe detrás de las orejas, tal y como había
observado hacer tiempo atrás a su padrino.
—¡Jodel, que
puntería tienes! —balbució con frenesí, Pedro—. Eres el mejó de toa la banda.
—Por algo es el
capitán —afirmó con vehemencia Vicente.
Ante la ineptitud
de poder evitar la emoción que expresaban el rostro y el brillo de los ojos,
conmovido tanto por el acierto como por los elogios.
—Bueno,
bueno. También ha sío un poquino de
suerte —admitió Antonio.
—Ya, pero tú sabes
más y por eso eres el jefe de la banda —zanjó Vicente.
Al llegar al
barrio, Antonio se percató de que la puerta de la piconera estaba entreabierta
y, pensando que podría estar allí su padre, condujo sus pasos hasta el lugar.
Encontrándose a unos dos metros de la puerta, se detuvo un momento, tomó todo
el aire que le cupo en los pulmones, sacó pecho, prosiguió el camino y
levantando el conejo con su mano derecha se posicionó frente a la puerta:
—Mire, papa, lo
que he cazao —chilló con agitación y energía.
Tres segundos
después, sin haberse recuperado aún del sobresalto, con el corazón a mil por
hora, las cejas enarcadas y los ojos haciéndole chiribitas, su rostro se volvió
a demudar pasando de una expresión asustadiza a otra de júbilo en un ¡plis!
¡plas!: así de resuelto era José.
—¡Mu bien, hijo
mío! ¡Ole tus güevos! Estas hecho un güen cazaó… Déjalo aquí, que ya lo llevo
yo, aluego, pa casa.
Antes de abandonar el lugar, Antonio refirió
con todo lujo de detalles, valiéndose de su capacidad soñadora, la estrategia
utilizada para capturarle.
—Bueno, papa,… si
lo lleva usté a casa,… entonces ya me voy a jugá —alegó, al tiempo que le daba un par de
besos como despedida.
Unos minutos
después, regresaba Manuela de la abacería haciendo elucubraciones sobre que
pondría para comer al día siguiente, cuando, de súbito, aceleró el paso al
darse cuenta que la portezuela de la piconera aún permanecía abierta y ante la
surgida duda: decidió comprobar si había alguien en su interior.
—¿Qué haces ahí,
marido? —lanzó con voz suave a modo de saludo.
José apartó de su
regazo la red que estaba plomeando y se puso en pie.
—Aquí, preparando
los aperos pa mañana. ¡Mira lo ca'traío el Pirata! —respondió, a la par que con
el dedo índice señalaba la pieza abatida por su hijo.
—¡¿Uy, la madre
que le parió?! ¿D'ande habrá sacáo ese hermoso conejo? —balbució entre contenta
y contrariada.
—Güeno, él cree
que la cazao con el arco porque tiene mucha puntería; pero la verdá es bien
distinta: el bicho tié la morrina —Mixomatosis—. ¿No ves que tié la cabeza
jinchá? —informo con tono irónico.
—Sí, sí que lo
veo… Y, si él es felí, ¿qué importa cómo lo haiga cazao?
José asintió y
notó un ligero aumento de temperatura en sus mejillas al mismo tiempo y dirigió
la mirada hacia el suelo.
—La verdá es que
tiés toa la razón. La pena es que no mos lo poamos comé… ¡Qué rico habría estao
el condenao guisao con unas patatas estofás!
En el barrio, el
«capitán» había contado con infinidad de detalles la fructífera cacería a todo
ser viviente con el que este se había encontrado, e incluso lo estaba
reviviendo en casa junto a sus hermanos: que atónitos no daban crédito a la
aventura que este trataba de contarles, ya que eran conscientes de la
imaginación y fantasías que gozaba.
—Menos lobos
caperucita —sugirió Azucena desde la cocina.
Antonio se puso en
pie y se dirigió hacia ella cargado de tensión.
—Ya verás cuando
venga papa y veas el conejo. A vé que dices aluego, lista, que tú te crees que
eres mu lista y no sabes na de na —le gritó a escasos centímetros de su
preciosa cara.
El ruido producido
al abrir y entrar en casa Manuela y José, interrumpió la tirante conversación.
—¡Venga! dejaros
ya de tanta cháchara y ir poniendo la mesa: que vamos a comé enseguía —balbució Manuela.
Antonio corrió
hacia José buscando con la mirada.
—Papa, papa…
enseñe el conejo, qu'estas no me quieren creé.
De repente, el
rostro de José se tornó tan triste como el que acaba de unirse a un velatorio.
—Ya no lo tengo,
hijo —dijo con voz queda.
La cara de Antonio
era todo un poema.
—Pos, ¿aónde
está? —logró articular.
José le puso la
mano sobre el hombro con el rostro y la mirada afligidos.
—Tu madre hijo,
que se la dao a una mujé que l'ha dicho que no tenían pa comé —mintió para no herir los sentimientos del
arquero mayor, ya que en realidad: lo
había tirado él mismo antes de subir.
Una leve sonrisa
se dibujó en las comisuras de los labios del resignado retoño.
—Bueno, está bien,
papa… Ya iré otro día a cazá… ¡Qué allí hay muchos!
José hizo un
ademán con el puño cerrado y el pulgar hacia arriba.
—Sí, hijo, ya
irás; pero tendrás que tené mucho cuidao, ya que, si te ven los civiles con
argún conejo en las manos, tendremos que pagá una güena murta.
Antonio exhibió en
su faz un matíz interesante.
—No se precupe por
eso, papa. Me llevaré la cartera y asín
creerán que vengo de la escuela.
El rostro y el
ánimo de José recobraron su estado natural.
—Asína me gusta,
hijo mío, ¡Eres más listo que'l jambre!
Antonio seguía
buscando complicidad en su todo, para él su padre era un ejemplo a seguir.
—Papa, pa algo
tiene que serví la escuela, ¿no?
José sonrió y le
guiñó un ojo en señal de camaradería.
—Conque no te
metas en líos, será suficiente hijo mío.
Manuela no pudo
resistirse a lo que su corazón le aconsejaba.
—Ya quisieran
muchos tené un hijo tan listo, tan cariñoso y tan obediente como el mi Antonio
—manifestó desde la cocina—. Anda, hijo mío, ¡vete a lavá las manos!, que, a
sabé con lo ca'brás andao hoy.
Antonio,
agradecido retransmitió lo que en su interior albergaba.
—Y a los demás
muchachos tené unos padres tan buenos como los míos.