Capítulo I
4
Amaneció un fastuoso día y, tras constatar que todos
los integrantes de la banda estaban presentes en la plazuela, Antonio se
dirigió a sus aguerridos incondicionales:
—Cómo ya
sabéis, hoy toca día de caza… pero antes,
tengo que decí que no se puede
dispará a ningún animal que tenga dueño, ni a ninguna persona, y que tenemos
que tené mucho cuidao de no clavarnos
ninguna flecha… ¡Ah!, y como ya sabéis,
el que no quiera cumplí las órdenes: le echo de la banda. ¿Está claro?
—¿Y qué
vamos a cazá entonces? —preguntó, poniendo cara de desagrado, Leandro.
—Cazaremos
pájaros, conejos y bichos que no sean de nadie —respondió, con tono seco y
malhumorado.
—¿Y aónde
vamos a ir? —irrumpió de nuevo Leandro.
—Vamos a ir
a la fuente que está junto al portillo de Valcorchero, a los vivales que hay
endentro de los zarzales.
Después de
informar a la tropa condujo sus pasos hasta las casetas de los perros y, tras
agacharse, liberó al macho alfa para que este les acompañase. A continuación,
se encaminaron en tropel hacia las coordenadas indicadas. Aún faltaban unos quinientos metros para
llegar cuando alzando la mano ordenó detener la marcha:
—¡Shsss!
¡callarse coño! —decretó con un liviano tono de voz—. A partí de ahora hay que
ir en silencio pa que los conejos no se escondan en sus cuevas.
Un momento
después, reanudaron el paso con tanto sigilo como el felino que espera
sorprender a su presa.
Apenas
faltaban cien metros para llegar al manantial, cuando se quedaron estupefactos
al observar la presencia de un nutrido y diversificado grupo de conejos que,
ajenos a lo que se les venía encima, estaban dedicados en cuerpo y alma a
satisfacer las necesidades más básicas: unos roían y degustaban afanosamente las
tiernas y frescas briznas de hierba que brotaban junto a la fontana; otros,
saciaban la sed en el chorro de agua que fluía por el rebosadero junto a las
zarzas, mientras que una treintena de
gazapillos y medios-conejos jugaban despreocupados entre las retamas y las
coloridas y perfumadas matas de cantueso. Unos y otros actuaban así confiando
en la experiencia de un macho adulto que oteaba el horizonte, erguido sobre sus
patas traseras desde un montón de piedras. De súbito, el macho alfa emprendió
la cacería por su cuenta y riesgo. El escamado roedor olisqueó la presencia de
los intrusos y, dando un salto, comenzó a chillar para dar la voz de alarma a
la par que velozmente emprendía la huida hacia la madriguera. El tropel
organizado tanto por los que huían como por el que les perseguía se podía oír a
varios cientos de metros. Entre el cáos, destacaba el incesante, eufórico y
agudo ladrido que ponía de manifiesto la ansiedad y el entusiasmo que
embargaban al astuto y adiestrado perro. Al cabo de un poco, este comprendió
que el factor sorpresa no sería suficiente para salirse con la suya. Por un
lado, al ser tan elevado el número de conejos y correr estos en todas
direcciones; por el otro, él estaba acostumbrado a cazar en grupo y, como
consecuencia, al admitir su fracasado intento: desistió de seguir gastando la
menguada energía, dirigió una opaca mirada hacia el arquero mayor y comenzó a
jadear con excesiva sonoridad como si estuviese reclamando algún premio.
Antonio se
dirigió hacia él y, puso una rodilla en tierra:
—Te estás
haciendo viejo, mi niño; pero no te precupes: tú siempre serás el jefe de la
maná —le dijo al oído, mientras le pasaba la mano por el lomo y, tras
achucharle contra su pecho, se reincorporó, se tocó la barbilla con la mano—:
Tenemos que escondernos y no hacé ni un solo ruido pa que los conejos salgan
otra vez —indicó a los demás.
Unos minutos
después, la calma se fue adueñando del lugar; pero aún así, de nada sirvió el
permanecer en silencio y estáticos, como suelen hacer las estatuas de bronce
que por doquier adornan plazas y jardines en pueblos y grandes urbes, por
espacio de dos horas y, tras darse por vencido, al comprobar que los roedores
no hacían mención alguna para dar señales de vida, además de que, por la
señales que le enviaba el estómago, presentía que iba siendo la hora de ir a
comer.
—¡Vámonos pa
casa, mañana será otro día! —dijo con
rabia, Antonio.
Durante el
retorno, lo acontecido hizo surgir la conversación.
—La culpa ha
sío del Moro —soltó sin más Leandro.
—No, no. Ha
sío del cabrón del conejo cá salió corriendo y chillando —alegó Moreno.
—¡Callarsos
ya, coño!..., qué más da quien haiga tenío la culpa ¡Jodé! —reprendió
malhumorado, Antonio.
Al percibir
el discrepante talante del «capitán», ni siquiera fue necesario decir que sería
mejor guardar silencio: ya que los enfados de este se erradicaban con rapidez.
Por la
tarde, después de haber estado jugando por las inmediaciones del «Cuartel…»,
acercándose la hora de dar por finalizada la jornada.
—Mañana me
levantaré a las siete de la mañana pa ir otra vé a cazá —balbució y expuso
mirando a Pedro y Vicente—. Si queréis vení... ya sabéis la hora y el lugá de
partía; pero, mañana, iremos sin el perro: pa que no nos pase lo mismo que hoy.
—Estoy de
acuerdo —respondió en primer lugar Pedro, el vecino de enfrente.
—Yo, tengo
que preguntárselo a mis padres y si me dejan voy —expresó Vicente. Y, dicho
esto, cada uno se fue para su respectiva morada.
Tras pasar
la noche.
Una vez reunidos,
se pasaron a recoger los arcos y, a continuación, emprendieron la marcha ladera
arriba, a buen ritmo, para llegar cuanto antes al lugar. En esta ocasión
tomaron la precaución, no solo de ir sin hablar, sino también intentar hacer el
menor ruido posible. Aun así, de poco les sirvió, ya que los astutos conejos,
además de utilizar la vista y el oído para librarse de cualquier amenaza,
contaban a su favor con un fino y preciso olfato, algo con lo que no contaba
Antonio. Haciéndole ver, una vez más, que para cazar no bastaba solo con la
intención. Después de permanecer durante una hora en silencio e inmóviles; tras
darse por vencido, tomó la decisión de asumir el nuevo y fallido intento cómo
una derrota más y, tras un leve y rápido movimiento de cabeza, sin necesidad de
hablar, les indicó que había llegado la hora de abandonar el lugar.
De regreso a
casa, Antonio se detuvo en seco al observar que junto a una de las retamas se
encontraba agazapado un hermoso conejo y, extremando precauciones comenzó a avanzar
hacia él cómo si se tratase de una
repetición de moviola futbolística, logró situarse a una decena de
metros del animal y, con mucha discreción, se fue reincorporando al tiempo que
iba colocando la flecha a la vez que dirigía y tensaba el arco hacia el
relajado y absorto animal. «¡Sissss!», silbó mientras cortaba el aire la
vertiginosa saeta, durante una par de segundos e instantáneamente se escucharon
los estrepitosos y desesperados chillidos que emitió el desdichado roedor al
recibir el inesperado zambombazo de lleno en la cabeza. Seguidamente, retumbó
un enérgico «¡Bieennnnn!», tras el cual, Antonio partió hacia la presa abatida
y, viendo que este había emprendido la huida desorientado y con muy poca
energía, corrió tras él hasta darle alcance. Una vez en sus manos, al advertir
que aún seguía con vida, le remató dándole un golpe detrás de las orejas, tal y
como había observado hacer tiempo atrás a su padrino.
—¡Jodel, que
puntería tienes! —balbució con frenesí, Pedro—. Eres el mejó de toa la banda.
—Por algo es
el capitán —afirmó con vehemencia Vicente.
Ante la
ineptitud de poder evitar la emoción que expresaban el rostro y el brillo de
los ojos, conmovido tanto por el acierto como por los elogios.
—Bueno,
bueno. También ha sío un poquino de
suerte —admitió Antonio.
—Ya, pero tú
sabes más y por eso eres el jefe de la banda —zanjó Vicente.
Al llegar al
barrio, Antonio se percató de que la puerta de la piconera estaba entreabierta
y, pensando que podría estar allí su padre, condujo sus pasos hasta el lugar.
Encontrándose a unos dos metros de la puerta, se detuvo un momento, tomó todo
el aire que le cupo en los pulmones, sacó pecho, prosiguió el camino y
levantando el conejo con su mano derecha se posicionó frente a la puerta:
—Mire, papa,
lo que he cazao —chilló con agitación y energía.
Tres
segundos después, sin haberse recuperado aún del sobresalto, con el corazón a
mil por hora, las cejas enarcadas y los ojos haciéndole chiribitas, su rostro
se volvió a demudar pasando de una expresión asustadiza a otra de júbilo en un
¡plis! ¡plas!: así de resuelto era José.
—¡Mu bien,
hijo mío! ¡Ole tus güevos! Estas hecho un güen cazaó… Déjalo aquí, que ya lo
llevo yo, aluego, pa casa.
Antes de
abandonar el lugar, Antonio refirió con todo lujo de detalles, valiéndose de su
capacidad soñadora, la estrategia utilizada para capturarle.
—Bueno,
papa,… si lo lleva usté a casa,… entonces ya me voy a jugá —alegó, al tiempo que le daba un par de
besos como despedida.
Unos minutos
después, regresaba Manuela de la abacería haciendo elucubraciones sobre que
pondría para comer al día siguiente, cuando, de súbito, aceleró el paso al
darse cuenta que la portezuela de la piconera aún permanecía abierta y ante la
surgida duda: decidió comprobar si había alguien en su interior.
—¿Qué haces
ahí, marido? —lanzó con voz suave a modo de saludo.
José apartó de su regazo la red que estaba
plomeando y se puso en pie.
—Aquí,
preparando los aperos pa mañana. ¡Mira lo ca'traío el Pirata! —respondió, a la
par que con el dedo índice señalaba la pieza abatida por su hijo.
—¡¿Uy, la
madre que le parió?! ¿D'ande habrá sacáo ese hermoso conejo? —balbució entre
contenta y contrariada.
—Güeno, él
cree que la cazao con el arco porque tiene mucha puntería; pero la verdá es
bien distinta: el bicho tié la morrina —Mixomatosis—. ¿No ves que tié la cabeza
jinchá? —informo con tono irónico.
—Sí, sí que
lo veo… Y, si él es felí, ¿qué importa cómo lo haiga cazao?
José asintió
y notó un ligero aumento de temperatura en sus mejillas al mismo tiempo y
dirigió la mirada hacia el suelo.
—La verdá es
que tiés toa la razón. La pena es que no mos lo poamos comé… ¡Qué rico habría
estao el condenao guisao con unas patatas estofás!
En el barrio,
el «capitán» había contado con infinidad de detalles la fructífera cacería a
todo ser viviente con el que este se había encontrado, e incluso lo estaba
reviviendo en casa junto a sus hermanos: que atónitos no daban crédito a la
aventura que este trataba de contarles, ya que eran conscientes de la
imaginación y fantasías que gozaba.
—Menos lobos
caperucita —sugirió Azucena desde la cocina.
Antonio se
puso en pie y se dirigió hacia ella cargado de tensión.
—Ya verás
cuando venga papa y veas el conejo. A vé que dices aluego, lista, que tú te
crees que eres mu lista y no sabes na de na —le gritó a escasos centímetros de
su preciosa cara.
El ruido
producido al abrir y entrar en casa Manuela y José, interrumpió la tirante
conversación.
—¡Venga!
dejaros ya de tanta cháchara y ir poniendo la mesa: que vamos a comé
enseguía —balbució Manuela.
Antonio
corrió hacia José buscando con la mirada.
—Papa, papa…
enseñe el conejo, qu'estas no me quieren creé.
De repente,
el rostro de José se tornó tan triste como el que acaba de unirse a un
velatorio.
—Ya no lo
tengo, hijo —dijo con voz queda.
La cara de
Antonio era todo un poema.
—Pos, ¿aónde
está? —logró articular.
José le puso
la mano sobre el hombro con el rostro y la mirada afligidos.
—Tu madre
hijo, que se la dao a una mujé que l'ha dicho que no tenían pa comé —mintió para no herir los sentimientos del
arquero mayor, ya que en realidad: lo
había tirado él mismo antes de subir.
Una leve
sonrisa se dibujó en las comisuras de los labios del resignado retoño.
—Bueno, está
bien, papa… Ya iré otro día a cazá… ¡Qué allí hay muchos!
José hizo un
ademán con el puño cerrado y el pulgar hacia arriba.
—Sí, hijo,
ya irás; pero tendrás que tené mucho cuidao, ya que, si te ven los civiles con
argún conejo en las manos, tendremos que pagá una güena murta.
Antonio
exhibió en su faz un matíz interesante.
—No se
precupe por eso, papa. Me llevaré la
cartera y asín creerán que vengo de la escuela.
El rostro y
el ánimo de José recobraron su estado natural.
—Asína me
gusta, hijo mío, ¡Eres más listo que'l jambre!
Antonio
seguía buscando complicidad en su todo, para él su padre era un ejemplo a
seguir.
—Papa, pa
algo tiene que serví la escuela, ¿no?
José sonrió
y le guiñó un ojo en señal de camaradería.
—Conque no
te metas en líos, será suficiente hijo mío.
Manuela no
pudo resistirse a lo que su corazón le aconsejaba.
—Ya
quisieran muchos tené un hijo tan listo, tan cariñoso y tan obediente como el
mi Antonio —manifestó desde la cocina—. Anda, hijo mío, ¡vete a lavá las
manos!, que, a sabé con lo ca'brás andao hoy.
Antonio,
agradecido retransmitió lo que en su interior albergaba.
—Y a los
demás muchachos tené unos padres tan buenos como los míos.