Capítulo I
4
Meritxell comenzó a recorrer las
librerías y los tenderetes de libros de segunda mano que se instalaban en el
Paseo de Gracia, en busca de «tesoros», a la edad doce años. Buscaba darle un
sentido a todo aquello que era llamado parapsicología. Le encantaba leer acerca
de hechizos, fantasmas, espiritismo… Le resultaba imposible explicar a los
demás lo que leía, pero aun así, le gustaba intentar lo que los libros decían y
creer que todo era posible. Tenía la extraña sensación de que si rebuscaba
entre ellos encontraría tratados sobre magia, Egipto, el Tarot… Libros con
carisma, con alma, con mucho donde aprender y a medida que fue creciendo esa
manera de ver más allá de las cosas y de internarse en intensas aventuras intangibles
se convirtió en parte de ella. Comenzó a imaginar que tal vez el Cosmos la
había preparado para ser una heroína, para tener superpoderes, para ser la
guardiana de un secreto, para volar hacia los lugares más recónditos del
planeta en busca de la verdad perdida… su capacidad creativa le había preparado
para hacerlo sentada o estirada, con los ojos abiertos o cerrados, sintiendo
una energía especial apoderarse de su epidermis y alejándose de su ser de para
convertirse en cualquier otra persona…
En su búsqueda de
información, un viernes por la tarde, cumplidos los quince años, fue con dos
conocidos a visitar a una señora que se anunciaba en las páginas amarillas
como: tarotista, vidente, conocedora de los rituales mágicos más importantes y
de la eficacia de los amuletos… Al poco de llegar, y después de abonar la
cantidad económica que previamente habían pactado por teléfono, siguiendo tras
sus pasos se adentraron en un lúgubre cuarto donde la oscuridad y el aroma que
emanaba del incensario envolvían la estancia en un halo de misterio y
tenebrosidad cuya capacidad de sugestión bien podría incluso infundir terror en
el ser más despreciable que pueda cohabitar en la Tierra. Sin embargo, para
Meritxell y sus intrépidos acompañantes, no solo no se dejaron influenciar,
sino que, después de analizar con detenimiento aquella primera y extraña
sensación, coincidieron, sin que entre ellos mediase palabra alguna, en
asimilarlo como algo atractivo y emocionante. Meritxell, tal y como lo haría
una reportera dispuesta a llenar sus lagunas en su investigación, iba provista
de una libreta y un bolígrafo.
La tarotista era una mujer
sexagenaria, con el pelo cano recogido en un moño sobre la nuca. Sus ojos le
parecieron poco expresivos y su forma de hablar, de contestar con evasivas a
sus preguntas, decepcionaron al grupo y, al final, cuando menos se lo
esperaban, sin saber porqué emprendieron una fugaz carrera hasta llegar al
portal. Durante la huida se sentían acosados y perseguidos por los famélicos
aullidos que, desde el salón de estar de la pitonisa, provenían y eran emitidos
por un antiquísimo reloj de péndulo que anunciaba que eran las nueve en punto.
Una vez en la calle, además
de la decepción experimentada por el trío, Meritxell salía de allí con la libreta
en blanco y las expectativas rebajadas a la nada...
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