Escrito el día 17 de noviembre de 2015
Proseguí con el paseo y, en menos de un
minuto, llegué hasta el lugar donde está ubicado el Observador y, en silencio,
me detuve a contemplar cómo este se encontraba de ánimos. Le miré de arriba
abajo y, a pesar de que su estatus era notoriamente inmejorable, sin hacer el
mínimo gesto por su parte, noté que estaba tan triste como el acude al sepelio
de una persona cercana; esa y no otra, fue la impresión que en mí causó: otro
de los inertes árboles que hay ubicados en las riberas del río Ebro, a su paso
por la ciudad donde resido…
Tan silencioso o más que el sosiego que
transmite contemplar la caída de una amarillenta, afligida y resignada hoja a
la que no le ha quedado más remedio que despedirse de la vida sin posibilidad
siquiera de evacuar una sola lágrima ni de suspirar un quejumbroso clamado o
nimia lamentación…
Templado, con la mirada perdida entre sus
pensamientos y un punto inexacto existente entre su cabeza y el suelo, espera,
como cada día, desde que fuera tallado y humanizado, invariable sin dejarse
influir por el cambio de estación ni por el exiguo transitar humano, sin
prisas, tal y como se exhibe cualquier objeto o estatua que esté anclado a una
enorme y pesada losa… a él lo que le gusta es pasar desapercibido y observar
desde el mutismo: camuflado entre los demás congéneres.
Al cabo de unos segundos, reparé en que
ya no estaba tan alterado y enojado, la indiferencia mostrada por el apático y
caracterizado árbol, el susurrante transitar de las contenidas aguas y la
futilidad del viento hicieron que me relajase sin tener consciencia de ello
hasta después de proseguir con el paseo.
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