Tras pasar la noche sin el
menor atisbo de actividad marital, Jefferson y María se despertaron como
consecuencia de la intencionada cantinela que provenía de la cocina, se
levantaron, se asearon y se encaminaron hacia allí.
–Buenos días –dijeron, por decir algo, al entrar.
La atareada anciana hizo como que no les había oído y
continuó espolvoreando el azúcar sobre media docena de rebanadas de pan
embadurnadas de mantequilla.
–Madruga usted mucho, señora –dijo tratando de romper el
hielo, María.
–La mujer ha de ser la primera en levantarse, así cuando lo
haga el marido, este no tendrá que perder más tiempo que el necesario para
salir a trabajar –arguyó ásperamente sin mirarla y sin dejar de realizar la labor.
Jefferson permaneció en silencio durante unos segundos para
no echar más leña al fuego, el tono utilizado por su madre así lo aconsejaba.
–Esto... que le iba a decir, mamá. María y yo pasaremos el
día fuera.
La anciana dejó de hacer lo que estaba haciendo y lo miró
con desdén.
–¿Y?
Jefferson bajó la vista hacia sus zapatos.
–No es necesario que prepare nada para comer -dijo con un
hilo de voz.
La anciana abandonó la estancia totalmente decepcionada con
los ojos empañados en lágrimas. En ese instante se sintió herida de muerte al
dar por hecho que una desconocida la dejaba en segundo plano y que no
significaba para su hijo lo que este para ella.
–Está bien, como quieras –murmuró mientras se perdía por el
pasillo.
Sin dar crédito a la escena presenciada, Jefferson
aprovechó el momento.
–Nos vamos ya, mamá. ¡Hasta la noche! –dijo con un pie
dentro de casa y el otro en el rellano.
–Cuídese mucho, señora –deseó a media voz María.
Ambos quedaron extrañados al no haber oído ningún tipo de
respuesta al salir de la vivienda.
–Es por mí, ¿verdad? –consultó María en el ascensor.
–La verdad es que no lo sé. Nunca se ha comportado así.
Serán cosas de la edad –justificó Jefferson saliendo del elevador.
–¿A dónde vamos? –consultó María.
–En primer lugar, a trabajar un rato y...
–¡¿A trabajar?! ¿A dónde?
–...luego, si te portas bien: ya veremos –respondió él, al
salir del portal.
Cogidos de la mano recorrieron la distancia que mediaba
entre el edificio y el lugar donde se hallaba el vehículo estacionado, unos
pasos antes de llegar, Jefferson introdujo la mano en el bolsillo de su anorak,
extrajo un llavero y abrió la puerta del Sedan, se introdujo en él y, a
continuación, estiró el brazo derecho para liberar la puerta del copiloto del
dispositivo de seguridad, y una vez acomodados, tras abrocharse el cinturón de
seguridad, pusieron rumbo hacia el destino que él tenía previsto.
Un rato después, la pareja se bajaba del automóvil frente
al decrépito edificio donde estaba ubicado el deteriorado apartamento. Al apearse
del auto, Jefferson se dirigió a la parte trasera para recoger los útiles de
limpieza que él mismo había comprado un par de días antes, y tras comprobar que
no se dejaba ninguna puerta sin echar el cierre, transitaron hasta llegar al
portal agarrados de la mano. Una vez en el zaguán la estrechez de las escaleras
les obligó a subirlas en fila india.
–Buenos días –saludó con voz gastada, una delgada y
diminuta anciana que se hallaba, en el primer rellano.
–Hola, buenos días señora –dijeron casi al unísono, los
recién llegados.
La anciana los miró de arriba abajo inadvertidamente.
–Perdonad mi atrevimiento, ¿vais a vivir aquí?
–Sí –respondió en seco Jefferson.
–Pensaréis que soy una cotilla, pero es que...
–¡No, por Dios!, que disparate –dijo María, sin ser
consciente que a su pareja no le gustaba relacionarse con ese tipo de personas.
–... nunca se sabe lo que una pueda necesitar –suspiró
ruidosamente–. Estamos tan apartadas de la ciudad y Leandra y yo somos tan
mayores que cualquier día...
María bosquejó una sonrisa.
–Bueno, al menos se tienen la una a la otra.
–No, no te creas, hija. Ella apenas sale de casa. Es más,
si no fuera porque soy la que le trae los encargos, posiblemente, se hubiese
muerto de hambre.
–Imagino que en el caso de que usted no pudiese traérselos,
lo haría cualquier otro vecino, ¿no?
La anciana negó reiteradamente moviendo la cabeza para los
lados.
–No, hija, no. Ya son muchos los años que llevamos solas en
este mugriento edificio.
–No se preocupe por ello, mujer, que de aquí a nada podrá
contar con nosotros, ¿verdad que sí, Jefferson?
–Supongo que sí –respondió con desgano.
–Mi nombre es Dolores, pero mis amigos me dicen Lola… y si
necesitáis algo de mí, ya sabéis donde vivo.
–Encantada señora Dolores. Lo mismo la digo. Nosotros somos
María y Jefferson.
–Bueno, no os entretengo más y ¡sed bienvenidos!
–Adiós señora –dijo Jefferson ásperamente.
–¡Qué tenga usted un buen día, señora! –le deseó María.
Al llegar a la quinta planta, siguiendo el mismo
procedimiento que la vez anterior, tras abrir la puerta, Jefferson condujo sus
pasos hacia un mugriento diván de tres plazas que se hallaba en medio de la
sala de estar para depositar junto a este los útiles de limpieza. Acto seguido,
asió el cepillo de barrer para quitar la capa de polvo que lo envolvía, después
se inclinó para sacar del cubo un envase de espuma limpiadora, una bayeta
amarilla y, con el spray en una mano y la gamuza en la otra, comenzó a liberar
de roña el encarnado sofá.
–¡Vaya!, cualquiera lo diría –pronunció Jefferson, al
descubrir el aceptable estado de conservación. «Como esté así el resto del
mobiliario no será necesario comprar nada», pensó mientras se desprendía de las
ropas de más abrigo.
–¿Qué haces? –curioseó ella.
–Será mejor que te desprendas del abrigo, de aquí a un
poco, con el ajetreo de la limpieza, entraremos en calor.
María asintió un par de veces con la cabeza.
–Sí, creo que tienes razón.
»¿Por dónde empezamos? –consultó al cabo de unos minutos.
Jefferson agradeció la predisposición de la joven alzando y
bajando repetidamente el puño con el dedo pulgar hacia arriba.
–Primero quitaremos las telarañas y el papel de las
habitaciones... luego ya veremos –indicó mientras cogía el cubo y se dirigía
hacia la cocina.
–Pero ¡¿qué haces?! –increpó al regresar junto a María.
Sorprendida por la actitud lo miró a los ojos con
afligimiento.
–Lo que tú me has dicho, cariño, pero cuesta mucho sacarlo
de la pared.
–No, pero así no alma cándida. Espera un poco, verás que
fácil es –respondió bajando en tono. Y se prestó a enseñarla reproduciendo uno
a uno los pasos que tendría que realizar: introdujo una esponja en el agua que
contenía el cubo y, tras escurrirla un poco, comenzó a pasarla sobre el papel.
Ella mientras tanto fue eliminando las telarañas del mobiliario y los rincones,
valiéndose del cepillo.
–Ven, ven un poco, María –ordenó alzando la voz un tono.
–¿Sí? –dijo ella, apoyándose con la mano sobre el quicio de
la puerta.
–Cuando el papel ha absorbido toda la humedad, basta con
tirar de una esquina para que este se desprenda sin necesidad de hacer fuerza,
ves que fácil resulta ahora –explicó enaltecido.
–¡Ajá!, ya me doy cuenta. Veo que contigo aprenderé muchas
cosas –dijo sin ser consciente de lo que más adelante tendría que soportar.
Un par de horas después.
–¿Qué te parece si lo vamos dejando por hoy? –sugirió
Jefferson.
María asintió con la cabeza.
–Estoy de acuerdo, cariño.
«Como tú digas mi amor, aquí eres el dueño y señor y yo
estoy para servirte», imaginó haber escuchado Jefferson.
María se encontraba inmersa en sus pensamientos mientras se
aseaba en bragas junto al sofá sin ser consciente que estaba siendo observada
con ojos libidinosos. Las poses que iba adoptando de manera mecánica provocaron
que Jefferson se lanzara a por ella con la rapidez y el sigilo que lo hacen los
felinos al capturar una presa.
–Pero ¡¿qué haces?! –chilló asustada mientras caía,
quedando inmovilizada en el suelo.
–¡Shhhh!, ¡Calla! –ordenó al tiempo que le tapaba la boca
con una mano y le arrancaba las bragas de un tirón con la otra.
Ella, en principio atemorizada, se dejó llevar.
–¡Haz cómo que te resistes! –mandó él con ímpetu.
La tensa situación la excitó tanto que se metió en el papel
tan de lleno, que, de haber tenido que competir con la mejor actriz porno esta
no le hubiese llegado ni a las suelas de los zapatos. Culminado el acto
permanecieron estirados sobre piso durante unos minutos tratando de reponerse
del satisfactorio encuentro. Relajada la tensión sexual nada les retenía allí.
Se levantaron para terminar de vestirse y al abandonar el edificio se fueron a
comer a un restaurante. El resto de la tarde lo dedicaron a ir de local en
local en busca de modelos premamá; algo que satisfizo todas sus expectativas.
La alegría de ambos era tan evidente como notoria, aunque por distintas
razones: ella por la ilusión de convertirse en madre; él, por la morbosidad de
verla enfundada en la amplitud de las prendas.
–¿Qué te parece este, cariño?
–Estás preciosa, pero pienso que deberías comprarte algo
distinto para lucirlo mientras aumenta el volumen de tu barriga.
–Sí, tienes razón.
–Me gustaría que eligieses prendas ceñidas y faldas muy
cortas. Ya sabes lo que me excitan esas cosas –le susurró al oído después de
darle un apasionado beso. Ella accedió a su petición, y tras abonar el importe,
anduvieron hasta llegar junto al Sedan, se introdujeron en él y pusieron rumbo
hacia el hogar dulce hogar.
Al salir del ascensor, el murmullo generado por los pasos y
el roce entre las bolsas, pusieron en alerta a la anciana. Esta, al contrario
que ellos, se había pasado una tarde horrible conjeturando sobre su futuro.
Hola, buenas noches —dijeron sonriendo simultáneamente los
recién llegados.
–¡Vaya!, habéis vuelto, ¿eh? –espetó a modo de saludo,
poniéndose en pie.
–¿Cómo dices, mamá?
–Me marcho a dormir –dijo con desaire.
María y Jefferson se miraron con desconcierto.
–Mamá, ¿no hay nada para cenar? –consultó con tono afable
desde la cocina.
–¡¿Acaso me quieres desquiciar?! –gruñó retorciendo el
pescuezo igual que si fuera una lechuza en mitad del pasillo.
–No entiendo tu actitud, mamá –reprendió a media voz.
–¡Vaya! ¿No recuerdas lo que me dijiste esta mañana?
–increpó blandiendo el bastón.
–¡¿El qué, mama?!
–Que no preparase nada para comer.
–Sí, es cierto, pero me refería solo a mediodía.
–Pues haberte explicado mejor.
«Pobre Jefferson, la muy bruja le trata como si fuese un
niño», pensó María.
–¡Ah!, y no se os ocurra hacer el menor ruido –advirtió
blandiendo el puño con tono amenazador–. ¡Sería el colmo que, un par de
pedigüeños, me impidiesen conciliar el sueño en mi propia casa!
Ante la vejatoria actitud de la enfurecida anciana, no les
quedó otra que optar por irse a dormir sin tener sueño, sin cenar y sin poder
mantener ningún tipo de actividad marital.