Para Jefferson los días
corrían como la pólvora, o al menos así lo percibía. El ajetreo que suponía
desplazarse hasta el centro de la ciudad seis días por semana para atender al
público como dependiente en una de las pollerías ubicadas en el mercado de
abastos, el mismo donde indistintamente de que fuese verano o invierno acudía
antes del amanecer y retornaba a casa anochecido. Cinco meses habían
transcurrido desde que hiciese las presentaciones entre las féminas y cuatro
desde que se habían instalado en el apartamento. En cambio, para María se
eternizaban, ya que, además que el avanzado estado de gestación le dificultaba
el tener que subir o bajar los 69 peldaños que mediaban entre el portal y el
rellano donde se ubicaba la humilde morada, apenas pisaba la calle. El trato
con las ancianas que vivían en la primera planta había sido cortado de manera
tajante a los pocos días de haberse instalado en el apartamento. Las ancianas
fueron pilladas cotilleando sobre la relación que mantenía, según ellas, la
extraña pareja. María tan pronto se sentía culpable como satisfecha cada vez
que evocaba la desagradable escena: «¡Qué sinvergüenza! ¡Engatusar a una menor
para vete tú a saber qué! –murmuró Leandra un poco después de que la saludasen
al coincidir en el portal un día festivo. –No me extrañaría que él llevase una
doble vida. –¡Oh!, la verdad es que no lo había pensado, ¿y en qué te basas? –curioseó Dolores. –No hace falta ser muy lista para darse cuenta que él solo viene
a dormir. –En eso tiene usted toda la razón –vociferó Jefferson–: Para darse
cuenta, basta con ser una correveidile ¡Vieja estúpida! –gritó asomando la cabeza por el hueco
existente entre la baranda y las escaleras–: Y, a ti –dictó señalándola con el
dedo índice–, te prohíbo terminantemente que tengas trato con estas alcahuetas,
¿te queda claro?». María recordó una vez más como asintió bajando la mirada, y
a partir de aquel instante solo se escuchó en las escaleras el estrépito de las
dos puertas y los pasos que les faltaban hasta alcanzar la quinta altura. Y
tras el desagradable recuerdo, María prosiguió comiéndose el tarro: «¿Cómo
estará mi madre?... ¿Se acordarán mis hermanas de mí?... ¿Me perdonará alguna
vez mi padre?... ¡Oh, Dios mío!, cuánto me acuerdo de mi familia», pensó y
comenzó a llorar al darse cuenta lo sola que se encontraba, y después de
enjugarse las amargas lágrimas, dijo poniendo las manos sobre el dilatado y
puntiagudo vientre: «Cuando tú nazcas puede que me facilites el acercamiento
hacia ellos».
Ese día, sin saber por qué, se le hizo aún más tedioso que
lo acostumbrado. «Si Jefferson se demora unos minutos más tendré que volver a
recalentar la sopa», pensó arrugando el entrecejo; pero en aquel instante, al
percibir el sonido emitido por la cerradura, el ánimo y su expresión dieron un
giro de ciento ochenta grados.
–Buenas noches, cariño. ¿Cómo es que vienes tan tarde?
–dijo con tono afable.
Jefferson la miró de soslayo.
–Al salir de trabajar he visto que la rueda delantera
estaba pinchada y he tenido que cambiarla –informó secamente, y sin más se
sentó a la mesa para cenar.
Viendo la acritud con la que Jefferson había actuado, al
percatarse de la pulcritud que lucían sus manos y la ropa. «Tal y como viene
será mejor cambiar el tema de conversación».
–¿Sabes, cariño? He estado pensando qué cuando dé a luz,
sería el momento de retomar el contacto con mi familia –dijo al cabo de un rato.
–¡¿El qué?! –bramó–. ¡De eso ni hablar! Ellos están
muertos, o al menos esas fueron las últimas palabras que pronunció el hijoeputa
de tu padre.
María se acercó a él con la intención de persuadirle con
tono afable.
–Tal vez cambie de opinión si nos presentamos allí con el
bebé y...
–¡Te he dicho que noooo! –rugió dando un puñetazo sobre la
mesa–. ¿Qué es lo que no entiendes?
María bajó la mirada y, cariacontecida por la situación,
optó por callarse. Él, en cambio, siguió cenando como si no hubiese acontecido
nada.
–¡¿No cenas?!
–N… no tengo hambre –tartamudeó, con la vista nublada.
–Déjate de lloriqueos ni hostias, que aquí: el herido soy
yo –espetó al tiempo que retiraba su plato y acercaba el de ella para
comérselo.
María se puso en pie con dificultad. No quería ni podía
soportar tanta humillación.
–Me voy a dormir –susurró.
–Déjate de hacer teatro y ¡vete dónde te salga del coño!
Cabizbaja, avanzaba por el pasillo que conducía al
dormitorio. Se detuvo un instante para echar la vista atrás y, al observar la
serenidad con la que este sorbía la sopa, le sobrevino una perentoria necesidad
de evacuar el acúmulo de bilis.
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