I
9 de
octubre de 1980, Santiago de Guayaquil (Ecuador).
Junto a la Columna de los
Próceres de la Independencia se encontraba María Jaramillo, una joven de
catorce años que exaltada se regocijaba con cada uno de los actos
conmemorativos. De repente, una extraña sensación provocó que su faz se
transformara por completo. A continuación, dejándose llevar por la curiosidad
lanzó una ojeada a su alrededor con discreción, y en un abrir y cerrar de ojos
descubrió que desde una distancia prudencial era observada por unos
cautivadores ojos verdes. Ojos que no pudo ni quiso esquivar en ningún momento.
María perfiló una tímida sonrisa, algo que fue suficiente para que el dueño de
estos, un treintañero, se acercase a ella. Y tras mantener un anima-do y efímero
diálogo, influenciada por el carisma que este destilaba y la agudeza con la que
se expresaba, la cándida joven no encontró fuerzas ni razón para no sucumbir a
sus encantos. Él, habituado a ese tipo de situaciones, sin presionarla más que
lo justo, consiguió llevarla hasta su automóvil. Ella, cegada por la elocuente
verborrea, el atlético cuerpo y el fastuoso Lada Sedan que el joven poseía,
abrió la puerta de manera mecánica y se acomodó en el asiento del copiloto. Él,
antes de accionar la puesta en marcha, la miró directamente a los ojos, y
después de leer en sus dilatadas pupilas que él la atraía, giró la llave y
condujo el auto hasta un apartado lugar.
Al cabo de un rato, Jefferson detuvo el Sedan bajo un
tupido ejemplar de Palo santo y ambos se pasaron al asiento de atrás y, sin
necesidad de entrar en detalles, de manera brusca, desfloró a la incauta María.
La misma infeliz que trataba de justificar el doloroso encuentro como algo
normal, basándose en la información recibida tiempo atrás por parte de una de
sus amigas: «La primera vez te dolerá mucho, pero, después, te resultará tan
placentero que tú misma pedirás más y más». Él, valiéndose del aparente estado
de confusión que ella mostraba, enaltecido por su conquista, aprovechó para
tomarla de nuevo con frenesí, y tras la luctuosa sesión amatoria, la prometió
amor eterno. Ella, estaba tan convencida de sus palabras que no halló excusa
alguna para decirle que no; que lo suyo no podía ser; que la diferencia de
edad, y un sinfín de razones harían imposible su relación.
Tres horas después, un par de calles antes de llegar a la
altura de su domicilio, María le ordenó detener el vehículo y, al igual que lo
haría cualquier pareja de enamorados, se despidieron hasta el sábado siguiente.
María iba hacia su casa absorta en sus asuntos cuando, de
pronto, se de-tuvo en seco: al percibir una voz familiar.
–¿Se puede saber de dónde vienes a estas horas? –preguntó,
con voz aguardentosa, José.
–Pues, verá usted, papá –respondió mirando hacia arriba,
entornando los ojos hacia el lado derecho–. Me encontré con unas compañeras del
colegio...,¡Umn!..., comenzamos a platicar… y el tiempo pasó tan rápido que...
José frunció el ceño y lanzó una mirada desafiante.
–¿Estás segura que solo fue eso?
–Sí, papá –dijo bajando la vista y el tono de su atiplada
voz–. Tan segura como que ahora estoy junto a usted… y, no, no se preocupe:
sabré guardarme como mujer honesta.
–¡Más te vale que sea así!, porque si descubro que me estás
toreando: te daré tal paliza que no te reconocerá ni la madre que te parió
–advirtió exhibiendo una mirada inquisitoria, sin que le temblase el pulso ni
la voz. Y una vez que las aguas amainaron, al quedar ambos convencidos de haber
actuado cabalmente, sobre sus labios se hilvanó una mueca de felicidad antes de
pasar al interior de la austera vivienda.
Al principio, la clandestina pareja se reunía una vez por
semana; pero con el paso del tiempo, el deseo y la necesidad de verse, los
encuentros se hicieron periódicos. Encuentros donde primaban las dilatadas sesiones
de desfogue sexual, quedando postergado a un segundo plano cualquier atisbo de
afecto por parte de Jefferson.
Lamentablemente, hay tantas Marías que, ante la astucia de un infeliz como Jefferson, sucumben y destrozan su vida...
ResponderEliminarExcelente relato Francisco.
Continuaré...
Sí, por desgracia es así, y lo peor de todo es que, mientras haya quien se preste a facilitarles el camino: los malnacidos continuaran saliéndose con la suya.
EliminarGracias por la atención y el interés mostrado.
Saludos.