María y Jefferson llegaron
exhaustos y jadeantes al rellano de la quinta planta de un decrépito edificio.
Jefferson inhaló y exhaló reiteradas veces el aire que demandaban sus pulmones
de manera sonora. A continuación, introdujo la mano derecha en uno de los
bolsillos de su pantalón para extraer un manojo de llaves:
–¡Adelante, princesa! –indicó tras haber seleccionado e
introducido en la cerradura una de color verde–, las puertas del castillo se
abren para ti –dijo acompañando sus palabras con un ademán de cortesía.
María entró, y tras echar un vistazo a la inhóspita y
reducida estancia, hizo un denodado esfuerzo por sonreír, pero, se quedó en un
intento.
Al percibir su negativa reacción.
–Esto... la he alquilado hace poco... aún no he tenido
tiempo de acondicionarla –explicó tratando de justificarse.
Lo que más la impactó del reducido y desgajado apartamento
fueron los trozos de papel, que, hechos jirones colgaban de las paredes junto a
las telarañas que se hallaban ubicadas en las lámparas y los rincones de todas
y cada una de las estancias en que estaba distribuido.
–Una vez limpio, con un toque de pintura por aquí y otro
por allí –dijo señalando en todas direcciones, Jefferson–, convertiremos este
lugar en un cómodo y acogedor nido de amor.
El rostro de María se redujo igual que un folio al ser
estrujado.
–¿Vamos a pasar la noche aquí? –susurró María.
–No, no. Hoy iremos a casa de mi mamá; lo de traerte aquí,
ha sido para que lo vieras.
–¡Ajá!, pero de haberlo sabido antes, me habrías evitado el
disgusto.
–Quería darte una sorpresa cuando estuviese terminado y, es
por ello que, aún no te había comentado nada –entonó con afligimiento.
–Me refiero a hoy, a hace un rato, cuando veníamos de
camino.
–¿A caso crees qué después de lo que ha acontecido, mi
cabeza pueda estar resolutiva? —dijo malhumorado.
–¡Oh!, perdóname, no pretendía hacerte enojar.
Jefferson la miró con desprecio.
–Pues, menos mal que lo has aclarado, porque si no,
¡cualquiera lo diría!
María puso cara de chica buena, se acercó a él, y sin
mediar palabra se fundieron en un abrazo, y tras una larga y apasionada sesión
de besos, abandonaron la estancia con la intención de pasear su amor por toda
la ciudad cogidos de la mano, sin ser conscientes de que allá por donde iban
eran el centro de atención. Y a pesar del dilatado historial amatorio que
Jefferson cargaba a sus espaldas, la forma de caminar, la expresividad de su
rostro y el brillo de su mirada dejaba evidencias de lo satisfecho que estaba
con su última conquista, ya que: las púberes le proporcionaban el morbo
suficiente que necesitaba para satisfacer sus propias ansias y sentir que era
él quien dominaba... Una mala experiencia le atormentaba desde tiempo atrás,
cuando siendo apenas un adolescente, una cincuentona se encaprichó de él, lo
sedujo con agasajos y presentes hasta que logró llevárselo a la cama, y una vez
concluido el desagradable encuentro, Jefferson sintió una extraña sensación de
asco, fracaso y remordimientos. Y desde entonces le fue imposible mantener
relaciones satisfactorias con chicas de su edad.
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