La noche abordaba la ciudad de
Guayaquil cuando Jefferson maniobraba tratando de estacionar el Sedan junto a
uno de los contenedores que el servicio de limpieza tenía distribuidos por la
ciudad. María seguía con la mirada el torpe caminar de una oronda septuagenaria
de plateados y largos cabellos que avanzaba hacia ellos con dificultad recargando
el peso de su cuerpo sobre un endeble bastón, cuya curvatura la hizo pensar que
podría romperse en cualquier momento:
–Pobre mujer –murmuró.
Jefferson giró la cabeza hacia la joven.
–¿Cómo dices?
María señaló con el mentón hacia la anciana.
–¿Sabes quién es? –preguntó Jefferson.
–No, la verdad es que no. ¿Debería saberlo?
–No, claro que no. Ella es mi madre.
María se ruborizó y estremeció al percibir cómo un nudo se apoderaba
de la garganta cuando trataba de articular una justificación.
–Hola mamá –dijo inclinándose para besarla–, ¿cómo es que
andas tan tarde por aquí?
–Salí a tirar la basura –respondió, con voz trémula, áspero
el tono, apenas sin fuelle.
–Hola –saludó María esgrimiendo una efímera mueca, batiendo
tímidamente la mano derecha.
La anciana la miró de reojo de arriba abajo torciendo el
labio superior, y optó por no desvelar su valoración.
–Bien, subamos a casa, que hay muchos curiosos por aquí
–dijo la vieja después de realizadas las presentaciones y emprender los tres el
camino hasta su hogar.
Al entrar en el portal, la anciana iba asida del brazo de
su retoño sin importarle lo más mínimo que este dejase en un segundo plano a
quién supuso un fuerte rival para ella.
El ascensor estaba detenido en la cota cero. María se
adelantó un par de pasos para abrirles la puerta.
–Gracias –zanjó secamente la del cabello plateado con rudos
modales. «Esta me quiere arrebatar a mi hijito... la muy puta tiene cara de
lagarta. ¡Ja! Si sabré yo de tragadoras de sables».
Al entrar en la vivienda se dirigieron a la sala de estar.
Jefferson y su madre se acomodaron en un sofá que estaba orientado hacia el
televisor. María continuaba de pie abstraída en sus pensamientos. Un silencio
sepulcral invadió la estancia.
–Jefferson, ¿me indicas dónde está el baño? –preguntó con
voz nerviosa, tras rememorar la impenetrable mirada con la que había sido
escrutada y la nula atención recibida. Aquello la hizo sentir tan mal que le
sobrevino una necesidad perentoria de evacuar el revuelto contenido intestinal.
–Está al final del pasillo, al fondo, a la derecha
–respondió mecánicamente.
La actitud de Jefferson agravó la apremiante necesidad y
María aceleró el paso.
–Hay algo que me preocupa bastante hijo –anunció a media
voz la anciana, tras cerciorarse de que no había moros en la costa.
–¿El qué, mamá? –consultó él manteniendo el mismo tono.
La anciana se echó hacia adelante estirando el cuello como
una tortuga.
–No entiendo tu afición por las jovencitas –dijo bajando la
voz.
–Eso es algo que no tiene importancia mamá.
Al contemplar la pasividad de este, se arrimó un poco más.
–¿Sabes que podrías tener problemas?
Jefferson se echó hacia atrás exhibiendo una mueca malhumorada.
–¡¿Problemas?!, ¿por qué dices eso?
La anciana puso cara de no haber roto nunca un plato.
–Podrías incurrir en algún delito y...
Jefferson negaba reiteradamente moviendo la cabeza de un
lado para otro.
–Parece mentira que digas esas cosas. ¡Cómo se nota que no
estás al corriente!
–¡¿Al corriente de qué, hijo?!
–De qué va a ser, mama. De la edad de consentimiento sexual
en este país es de 14 años. Eso quiere decir que si la persona le apetece tener
sexo con cualquiera no está castigado.
–Y sus padres, ¿qué piensan al respecto?, ellos te podrían
denunciar.
–No lo creo –dijo tajantemente.
–¿Y qué te hace estar tan seguro?
–Ella misma se lo ha aclarado esta tarde delante de mí.
La anciana no daba crédito a la actitud de su hijo, por
primera vez en su vida se veía incapaz de hacerle desistir de algo.
–Podría hacerlo cualquiera que considere que no está bien
lo que haces –insistió alzando la desgastada voz.
–Si te refieres a que alguien podría acusarme de estar
cometiendo estupro, no te preocupes por ello, mamá. Es más, para tu
tranquilidad te diré que, para ser considerado delito, según el Código Penal de
este país. La adolescente debe cumplir con la definición de mujer honesta. –¿Quieres
decir que ella no lo es?
–No, no es exactamente así, pero no te preocupes: lo tengo
todo bajo control.
La anciana se llevó la mano derecha a la cabeza para
atusarse el pelo.
–No pretenderás que sea partícipe de tus actos, ¿verdad?
Jefferson mantuvo una sonrisa estirada durante varios
segundos.
–No te preocupes, mamá, la estancia aquí será breve.
Una sombra en movimiento provocó que la anciana mirase
hacia el pasillo.
–¡Shhhh! ¡Calla!, que ha salido del baño –indicó,
poniéndose en pie todo lo ágil que le permitieron sus años, encaminándose hacia
la cocina.
Al entrar en la sala, María se percató de que Jefferson
fingía estar visualizando las noticias de última hora sin apartar la mirada del
televisor. Se sentó en una de las sillas que estaban al otro lado del salón y
optó por guardar silencio. «No entiendo su actitud… estoy convencida que han
estado hablando de mí». «¡Qué raro que obre así! ¿Nos habrá oído?». Ambos
estuvieron haciendo cábalas sobre qué abrían dicho o pensado el uno del otro
durante la ausencia de María hasta que media hora después.
–La cena está lista –anunció la vieja desde la cocina.
Jefferson y María acudieron raudos al oírla. Se sentaron a
la mesa frente por frente y permanecieron en silencio mientras la septuagenaria
servía el entrante, y tras dejar en el centro la humeante cazuela que albergaba
en su interior una deliciosa sopa de morocho, empezaron a comer después de que
la anfitriona se lo indicara con la mirada.
–Guisa usted muy bien –elogió al terminar sorber la primera
cucharada–, está deliciosa.
–Gracias –respondió secamente.
María miró a Jefferson y elevó el mentón en señal de
consulta. Él negó con la cabeza encogiéndose de hombros.
Dando el último sorbo de sopa la anciana se levantó.
Recorrió los cuatro pasos que distaban hasta el fogón, y tras coger un plato
llano regresó y lo depositó sobre la mesa. Cogió el cuchillo que había
utilizado para rebanar el pan y haciendo dos cortes dejó la tortilla de papas
rellena de camarones dividida en tres porciones; media para su hijo, y un
cuarto para cada una de ellas.
El pan es de soja, ¿verdad? –consultó María rompiendo el
silencio, tratando de agradar.
Madre e hijo se miraron y siguieron cenando.
–Sí, es el único pan que le gusta a mamá –respondió un
tiempo después.
María no entendía el mutismo de la septuagenaria. Ella, con
sus halagos, tan solo pretendía mostrar lo agradecida que estaba.
La anciana se puso en pie y miró a su hijo mientras se
limpiaba la comisura de los labios con la servilleta.
–Me voy a dormir –anunció con respe–. Si te apetece tomar
postre, en el frigorífico queda algo de flan.
–Hasta mañana, mamá –dijo Jefferson.
–Que pase usted buena noche señora dijo María con tono afable
«No sé por qué, pero me temo que no he sido aceptada por la estúpida vieja».
–Adiós, hasta mañana..., y procura no hacer ruido cuando te
acuestes, ya sabes que si no duermo lo suficiente no soy nadie al otro día.
–No sé, pero tengo la sensación de que no soy del agrado de
tu madre –dijo al cabo de un rato mientras trataba de recoger con la cucharilla
la última gota del oscuro y delicioso líquido que el trozo de flan había dejado
en el plato.
–Bueno, en realidad, ella es mayor y tiene sus rarezas,
pero estoy seguro que pronto os adaptaréis la una a la otra –mintió tratando de
hacerla creer que la situación sería transitoria, a pesar de ser consciente que
no sería así, pues si algo tenía su madre que la caracterizase era que no daba
su brazo a torcer cuando algo no se ajustaba a sus principios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario