jueves, 19 de mayo de 2016

16 de enero de 1985

María Fernanda Jaramillo llegaba a bordo de un taxi al Aeropuerto de Sondika (Bilbao). Volteando la muñeca hacia abajo consultó su reloj de pulsera mientras el profesional la informaba del coste reflejado en el taxímetro. «No puede ser», pensó y tornó para asegurarse. No cabía duda, las manecillas señalaban las 13 horas. Los nervios brotaron con la intensidad que emergen las flores en primavera, al concluir que habían llegado con quince minutos de retraso por culpa del tráfico rodado. Y tras abonar el importe de la carrera, se apeó del vehículo y condujo sus pasos con celeridad hasta el mostrador de información que está ubicado en la segunda planta de la Terminal número 2

   –Hola, buenos días. ¿Sabe usted si ha arribado ya el vuelo IB 0426? –consultó agitada, con voz atropellada.

   –En estos momentos se halla maniobrando para tomar tierra –informó, haciendo un gesto con la mirada hacia el exterior, la recepcionista.

   María Fernanda suspiró ruidosamente llevándose la mano a la frente.

   –Muchas gracias –dijo delineando una etérea sonrisa. Se despidió de la empleada con un «hasta luego». Condujo sus pasos hasta la zona acristalada, se detuvo unos segundos antes de llegar, alzó la vista hacia el plomizo cielo y vio que además del descenso del avión caía ligeramente una cortina de chirimiri, la cual hizo emerger un arco iris en el horizonte y se quedó ensimismada contemplándolo.

   Un poco después, al distinguir entre los pasajeros a su ahijada, el corazón de María Fernanda empezó a latir como si fuera una locomotora.

   –¡María, María! ¡Estoy aquí! –gritó con reiteración mientras agitaba la mano derecha de un lado hacia el otro. 

   La recién llegada, al reconocerla, hizo un gesto en señal de asentimiento, y se echó a correr hacia ella y, tras soltar el equipaje de manera mecánica, ambas se fundieron en un apasionado y prolongado abrazo.

   –¿Qu…qué tal estás, cariño? ¿Có…cómo está la familia? ¿Qu…qué tal el viaje? –preguntó, nerviosa y conmovida por los signos que, el inflamado y cárdeno rostro, indicaban que la joven había sido golpeada brutalmente.

   –Do…doy gracias a Dios por haberme permitido salvar la vida, le…le doy las gracias a usted, ¡querida tía!, por haberme facilitado la salida del país… y ha… haberme librado de ese malnacido al que, ¡equivocadamente!, he…he amado con locura…, y doy gracias a…a mis padres y…y también a mis hermanas por haberse hecho cargo de mi pequeño José Carlos..., el cu…cual ha sufrido en silencio el peor de los castigos que un padre pueda…–balbuceó, entre sollozos, antes de ser estrechada fuertemente por los brazos de quien consideraba su segunda madre y salvadora.

   –Tran… tranquila, cariño, ahora estás en Es…España y nada tienes que temer. Tu hijito está con tus padres y no le faltará cariño ni protección. Lo que importa es que, a pesar del dolor que ello te pueda causar, es que: estás viva.

   –Muchas gracias, tía, sus palabras son como un bálsamo para mí.

   –Bueno, habrá que ir pensando en abandonar la estancia.

   Madrina y ahijada se miraron, y de manera mecánica, se proyectó una sonrisa en la comisura de sus labios.

   –Sí, tía, que estoy deseando descansar un poco. Es la primera vez que salgo del país, y el viaje me ha dejado medio muerta...

   Tras un efímero silencio, María prosiguió.

   –Llegué al aeropuerto a eso de las siete de la mañana, me subí al avión cuando nos indicaron y a las ocho y dos minutos efectuamos el despegue, y cuatro horas después aterrizamos en Miami, y como no conocía nada y tenía miedo de perderme me quedé en el aeropuerto las cinco horas que faltaban para tomar el vuelo hasta Madrid, y de allí salimos a las cinco y veinticinco de la tarde y llegamos a España catorce horas después, y de nuevo tuve que esperar otras cuatro horas para despegar de Barajas, y una hora después tomamos tierra aquí, y la verdad es que estoy que me caigo de sueño.

   –Qué me vas a contar a mí, hija, si precisamente ese es uno de los motivos por el que apenas regreso a la tierra que me vio nacer.

   –Tengo una duda, tía.

   –Dime cariño.

   –Siempre he creído que estabas en España; pero al bajarme del avión, lo primero que he visto ha sido un cartel que decía Bienvenidos al País Vasco, y eso me ha dejado desconcertada.

   –Bueno, hija, eso es largo de explicar y aún más difícil de comprender; pero ahora: te ruego que te mantengas al margen, por la cuenta que nos tiene –dijo un poco antes de llegar junto al taxi que las trasladaría hasta el Gran Bilbao.

   María asintió con un abrir y cerrar de ojos, y durante todo el trayecto permaneció sin proferir palabra alguna.

   Veinticinco minutos después, el taxi se detenía en la calle Tívoli, frente a la plaza de Moraza. El conductor se apeó y avanzó junto a ellas hasta la parte trasera del vehículo para sacar del maletero el escaso equipaje, y tras indicar el importe de la carrera, María Fernanda buscó la billetera en el interior del bolso de hombro que llevaba colgado en bandolera y escarbó con los dedos en el fondo de este hasta reunir la cantidad indicada por el empleado de Radio Taxi. Las dos Marías, asieron la mochila y la bolsa de viaje que contenían las pertenencias de la más joven, se cogieron de la mano y fueron calle arriba hasta llegar a la intersección con la calle Matiko. Cruzaron la vía por el paso de cebra, y al llegar a la altura del portal número tres, María Fernanda depositó la mochila en el suelo, empujó la puerta de entrada con la intención de compro-bar si estaba vuelta sin más, y al ceder esta, entraron y comenzaron a subir las escaleras hasta el primer rellano. Se detuvieron frente a una puerta de iroko, María Fernanda introdujo la mano en el bolsillo derecho de su acolchado anorak, sacó un llavero del Athletic de Bilbao, y tras seleccionar una de las llaves, la introdujo en la cerradura y la giró tantas veces como puntos de seguridad contaba el blindaje.

   –Bienvenida al hogar, cariño –manifestó ejecutando uno de los ademanes de cortesía para invitarla a entrar.

   Al traspasar el umbral, la originalidad con la que estaba decorado el diminuto recibidor hizo que el rostro de la invitada demudase en gesto de sorpresa, permaneciendo en ese estado durante el recorrido que tuvo que hacer hasta llegar al dormitorio que su adorable tía había predispuesto.

   Una vez instalada, tras enseñarle la vivienda, María Fernanda descolgó el auricular, marcó el prefijo de Ecuador seguido del número que tenía memorizado desde hacía veinte años como consecuencia de la periocidad con la que esta se ponía en contacto con la familia, para informar a su hermano de que María había llegado sana y salva a su destino.

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