María Fernanda Jaramillo
llegaba a bordo de un taxi al Aeropuerto de Sondika (Bilbao). Volteando la
muñeca hacia abajo consultó su reloj de pulsera mientras el profesional la informaba
del coste reflejado en el taxímetro. «No puede ser», pensó y tornó para
asegurarse. No cabía duda, las manecillas señalaban las 13 horas. Los nervios brotaron
con la intensidad que emergen las flores en primavera, al concluir que habían
llegado con quince minutos de retraso por culpa del tráfico rodado. Y tras
abonar el importe de la carrera, se apeó del vehículo y condujo sus pasos con
celeridad hasta el mostrador de información que está ubicado en la segunda
planta de la Terminal número 2
–Hola, buenos días. ¿Sabe usted si ha arribado ya el vuelo
IB 0426? –consultó agitada, con voz atropellada.
–En estos momentos se halla maniobrando para tomar tierra
–informó, haciendo un gesto con la mirada hacia el exterior, la recepcionista.
María Fernanda suspiró ruidosamente llevándose la mano a la
frente.
–Muchas gracias –dijo delineando una etérea sonrisa. Se
despidió de la empleada con un «hasta luego». Condujo sus pasos hasta la zona
acristalada, se detuvo unos segundos antes de llegar, alzó la vista hacia el
plomizo cielo y vio que además del descenso del avión caía ligeramente una
cortina de chirimiri, la cual hizo emerger un arco iris en el horizonte y se
quedó ensimismada contemplándolo.
Un poco después, al distinguir entre los pasajeros a su
ahijada, el corazón de María Fernanda empezó a latir como si fuera una locomotora.
–¡María, María! ¡Estoy aquí! –gritó con reiteración
mientras agitaba la mano derecha de un lado hacia el otro.
La recién llegada, al reconocerla, hizo un gesto en señal
de asentimiento, y se echó a correr hacia ella y, tras soltar el equipaje de
manera mecánica, ambas se fundieron en un apasionado y prolongado abrazo.
–¿Qu…qué tal estás, cariño? ¿Có…cómo está la familia?
¿Qu…qué tal el viaje? –preguntó, nerviosa y conmovida por los signos que, el
inflamado y cárdeno rostro, indicaban que la joven había sido golpeada
brutalmente.
–Do…doy gracias a Dios por haberme permitido salvar la
vida, le…le doy las gracias a usted, ¡querida tía!, por haberme facilitado la
salida del país… y ha… haberme librado de ese malnacido al que,
¡equivocadamente!, he…he amado con locura…, y doy gracias a…a mis padres y…y
también a mis hermanas por haberse hecho cargo de mi pequeño José Carlos..., el
cu…cual ha sufrido en silencio el peor de los castigos que un padre
pueda…–balbuceó, entre sollozos, antes de ser estrechada fuertemente por los
brazos de quien consideraba su segunda madre y salvadora.
–Tran… tranquila, cariño, ahora estás en Es…España y nada
tienes que temer. Tu hijito está con tus padres y no le faltará cariño ni
protección. Lo que importa es que, a pesar del dolor que ello te pueda causar,
es que: estás viva.
–Muchas gracias, tía, sus palabras son como un bálsamo para
mí.
–Bueno, habrá que ir pensando en abandonar la estancia.
Madrina y ahijada se miraron, y de manera mecánica, se
proyectó una sonrisa en la comisura de sus labios.
–Sí, tía, que estoy deseando descansar un poco. Es la
primera vez que salgo del país, y el viaje me ha dejado medio muerta...
Tras un efímero silencio, María prosiguió.
–Llegué al aeropuerto a eso de las siete de la mañana, me
subí al avión cuando nos indicaron y a las ocho y dos minutos efectuamos el
despegue, y cuatro horas después aterrizamos en Miami, y como no conocía nada y
tenía miedo de perderme me quedé en el aeropuerto las cinco horas que faltaban
para tomar el vuelo hasta Madrid, y de allí salimos a las cinco y veinticinco
de la tarde y llegamos a España catorce horas después, y de nuevo tuve que
esperar otras cuatro horas para despegar de Barajas, y una hora después tomamos
tierra aquí, y la verdad es que estoy que me caigo de sueño.
–Qué me vas a contar a mí, hija, si precisamente ese es uno
de los motivos por el que apenas regreso a la tierra que me vio nacer.
–Tengo una duda, tía.
–Dime cariño.
–Siempre he creído que estabas en España; pero al bajarme
del avión, lo primero que he visto ha sido un cartel que decía Bienvenidos al País Vasco, y eso me ha
dejado desconcertada.
–Bueno, hija, eso es largo de explicar y aún más difícil de
comprender; pero ahora: te ruego que te mantengas al margen, por la cuenta que
nos tiene –dijo un poco antes de llegar junto al taxi que las trasladaría hasta
el Gran Bilbao.
María asintió con un abrir y cerrar de ojos, y durante todo
el trayecto permaneció sin proferir palabra alguna.
Veinticinco minutos después, el taxi se detenía en la calle
Tívoli, frente a la plaza de Moraza. El conductor se apeó y avanzó junto a
ellas hasta la parte trasera del vehículo para sacar del maletero el escaso
equipaje, y tras indicar el importe de la carrera, María Fernanda buscó la
billetera en el interior del bolso de hombro que llevaba colgado en bandolera y
escarbó con los dedos en el fondo de este hasta reunir la cantidad indicada por
el empleado de Radio Taxi. Las dos Marías, asieron la mochila y la bolsa de
viaje que contenían las pertenencias de la más joven, se cogieron de la mano y
fueron calle arriba hasta llegar a la intersección con la calle Matiko. Cruzaron
la vía por el paso de cebra, y al llegar a la altura del portal número tres,
María Fernanda depositó la mochila en el suelo, empujó la puerta de entrada con
la intención de compro-bar si estaba vuelta sin más, y al ceder esta, entraron
y comenzaron a subir las escaleras hasta el primer rellano. Se detuvieron
frente a una puerta de iroko, María Fernanda introdujo la mano en el bolsillo
derecho de su acolchado anorak, sacó un llavero del Athletic de Bilbao, y tras
seleccionar una de las llaves, la introdujo en la cerradura y la giró tantas
veces como puntos de seguridad contaba el blindaje.
–Bienvenida al hogar, cariño –manifestó ejecutando uno de
los ademanes de cortesía para invitarla a entrar.
Al traspasar el umbral, la originalidad con la que estaba
decorado el diminuto recibidor hizo que el rostro de la invitada demudase en
gesto de sorpresa, permaneciendo en ese estado durante el recorrido que tuvo
que hacer hasta llegar al dormitorio que su adorable tía había predispuesto.
Una vez instalada, tras enseñarle la vivienda, María
Fernanda descolgó el auricular, marcó el prefijo de Ecuador seguido del número
que tenía memorizado desde hacía veinte años como consecuencia de la periocidad
con la que esta se ponía en contacto con la familia, para informar a su hermano
de que María había llegado sana y salva a su destino.
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