11 de
enero de 1981
María avanzaba absorta en sus
pensamientos hacia el lugar donde, un día sí y otro también, se reunía con
Jefferson; cuando, de súbito, dio un salto para quitarse de en medio tras oír a
su espalda un estrepitoso frenazo. Durante unos minutos permaneció confusa.
Después, se persignó dando por hecho que se había librado de morir en aquel
instante; y así lo corroboraba la palidez de su rostro, el mismo que semejaba
al de alguien que está de cuerpo presente, mientras el cerebro intentaba
recobrar la compostura, ordenar lo acontecido y cotejar la realidad.
–¡Vamos! –ordenó Jefferson–: ¿A qué esperas? –preguntó,
acompañando sus palabras de un gesto de apremio, invitándola a entrar.
María abrió la puerta de manera mecánica, y se acomodó en
el asiento del copiloto, con un marcado ademán de preocupación reflejado en sus
ojos.
–Tengo que darte una noticia –dijo, a modo de saludo, al
cabo de un rato.
El, hasta entonces, sonriente rostro de Jefferson se
contrajo.
–¡¿Buena o mala?! –dijo arqueando las cejas.
–Yo diría que, buena, pero no sé…
Jefferson intervino sin dejarla terminar la frase.
–¡¿El qué no sabes?!
María intentó tragar saliva, pero un nudo en la garganta se
lo impedía.
–¡Vamos, coño!, desembucha ya lo que sea –gritó con
premura, él.
María bajó la mirada y comenzó a temblar.
–Es… estoy embarazada –tartamudeó con un hilo de voz.
De súbito, las pupilas y el entrecejo de Jefferson se
comprimieron.
–¡Vaya!, y tanto que me has sorprendido, pero ¿tú, estás
segura?
–Sí. Con esta son ya tres faltas.
–¡¿Lo saben tus padres?!
–No, aún no. Ni siquiera saben de tu existencia.
–¡¿Y a qué estás esperando para decírselo?! –gritó.
–Que… quería sab… saber antes t… tu opinión –farfulló.
Jefferson tomó aire hasta henchir los pulmones, se masajeó
la barbilla con la mano derecha durante unos segundos mientras que con los
dedos de la izquierda tamborileaba sobre el volante a la par que iba soplando
ruidosa-mente para desalojar el anhídrido carbónico de la cavidad torácica.
–Bueno, a lo hecho pecho –concluyó al cabo de un rato.
María levantó la cabeza y se giró hacia él con ojos vidriosos.
–Perdona, pero no entiendo –susurró.
–No te preocupes, con ello, quiero decir que, me hago cargo
del asunto.
Tan sorprendida o más que el mismísimo Jefferson, tras
haber recibido la noticia; ante la positiva actitud, los ojos y el rostro de
María adquirieron un brillo tan especial como el que lucen un par de zapatos
viejos después de haber si-do lustrados por las profesionales manos de un
limpiabotas y, sin más dilación, se encaminaron hacia el lugar dónde estaba
ubicado el frondoso ejemplar de Palo santo, y pasaron el resto de la tarde
disfrutando de los placeres sexuales.
Al día siguiente, Jefferson acudió a la cita. Le extrañó
que ella no hubiese llegado aún. Intentó armarse de cordura y permaneció allí,
en el interior del vehículo, por espacio de tres horas; pero tras extinguirse
la paciencia, al comprender que ya no vendría: accionó la puesta en marcha,
apretó los labios, tensó la mandíbula y abandonó el lugar haciendo rechinar
dientes y ruedas al mismo tiempo.
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