Con la llegada de la primavera de
Mi padre estaba encantado con la compra y durante un
tiempo le dio el uso predispuesto por él, pero, con la llegada del otoño, su
delicada salud se resintió hasta el extremo de que su médico de cabecera le
aconsejó que se olvidase de desplazarse en él y, tras permanecer varios meses
dado de baja, la cosa se complicó tanto que le concedieron una pensión de invalidez
en grado de absoluta a la edad de cuarenta y siete años, y, como consecuencia
de ello, el ciclomotor pasó a mí, después de cumplir dieciséis años, de
solicitar el permiso de circulación y contratar un seguro a mi nombre, oséase
cumplir con los requisitos que, por aquel entonces, se exigía a cualquier hijo
de vecino. ¡Qué evocaciones me trae este escrito! Me pasaba horas y horas
recorriendo el trayecto del campo de motocross disfrutando como un loco, a
pesar de las limitaciones de sus 49 centímetros cúbicos, no disponer de una caja
de cambios manual para seleccionar las velocidades con arreglo a la dificultad
a sortear; aunque, en caso de necesidad, podía ayudar al motor dando pedales.
Allá por el mes de julio de 1980 nos reunimos tres
amigos después de salir de trabajar para desplazamos hasta las inmediaciones
de El Puente de Rebollar, con la intención de disfrutar de un fin de semana acampados junto
a la orilla del río Jerte provistos de una sartén, dos litros de aceite, un
kilo de sal, un par de navajas, una manta por cabeza y poco más. Recuerdo que,
entre pitos y flautas, cuando llegamos al destino que teníamos prefijado desde
la semana anterior, se nos hizo casi de noche y apenas nos dio tiempo para
buscar leña, hacer fuego, comernos un bocadillo y un par de horas después
echarnos a dormir; aunque, ha decir verdad, en mi caso no lo conseguí: era mi
primer noche fuera de casa, la dureza de colchón, la infinidad de ruidos en la
noche y el libre albedrío de la imaginación se encargaron de malograr el
propósito. Menos mal que en seguida amaneció y, a pesar de estar tan avanzado
el verano, no nos quedó otra que avivar el fuego para entrar en calor. Un rato
después, me dirigí hacia los árboles donde habíamos dejado apoyados los
ciclomotores y, tras dar un certero pedalazo, me subí a lomos de mi Peugeot y
partí hacia Valdastilla, con la intención de comprar pan para el día y leche y
galletas para desayunar, tal y como habíamos acordado la noche anterior. Y, una
vez que regresé y dimos por finalizado el almuerzo, comenzamos a cortar ramas y
retamas con la intención de construirnos una cabaña y, a eso del mediodía, tras
lanzar varios rollos al cauce del río, nos introducimos los tres en una
chorrera y nos empleamos a fondo metiendo las manos entre las ovas para
capturar, a medida que lo fuésemos necesitando, el menú que teníamos previsto
tanto para el mediodía como para la cena durante nuestra estancia en el lugar.
El postre lo teníamos asegurado en las fincas colindantes, donde, además de
sandías, melones y frambuesas, había cerezos y algún que otro frutal.
En la zona, además de nosotros, había acampados tres
matrimonios de mediana edad con sus correspondientes tiendas de campaña. El
primer día, a pesar de saludarlos con educación, se mantuvieron al margen y
optaron por observar cada uno de los pasos que íbamos dando. Algo que nos llamó
la atención por el hecho de que en Extremadura la gente es muy dada a entablar
conversación, sin necesidad de tener que andarse por las ramas.
Al atardecer, tras dejar nuestras pertenencias
recogidas en la cabaña, nos dirigimos, a lomos de nuestros ciclomotores, hasta
Valdastillas. Allí estuvimos bebiendo, fumando y compartiendo historias con
unas chavalas de Madrid, que estaban pasando las vacaciones estivales en el
pueblo de origen de sus respectivos progenitores, hasta que, a eso de las tres
y media, regresamos al campamento.
Al despertarme, en lugar de estremecerme por el frío
como el día anterior, salí de la cabaña y comencé a estirar las piernas y los
brazos a la par que bostezaba, abriendo las fauces como si fuera un león.
Aquella noche no me importaron los ruidos ni la dureza del lecho y dormí como
un lirón careto durante seis horas ininterrumpidamente y, a continuación, me
acerqué hasta la orilla, me incliné para coger un par de embozadas de agua, me
lave la cara, me mojé el pelo y, tras atusármelo con las manos, me
disponía a retornar a la cabaña, cuando, de repente, alcé la testa como si fuera un
podenco y comencé a olisquear la invisible estela que hasta mí condujo la brisa
mañanera, y, dejándome llevar e influenciar por e intenso aroma a café recién
hecho, al comprobar que los vecinos se disponían a desayunar, me invadió un
hambre canina, y, de manera mecánica, me pasé la lengua por el contorno de los
labios y comencé a salivar… dirigí mis pasos hasta donde mis dos amigos seguían
durmiendo, con la intención de coger la billetera y desplazarme hasta
Valdestillas para comprar el pan, la leche y las galletas… y con sigilo comencé
a desandar el recorrido marcha atrás hasta que al llegar a la entrada de la
cabaña, al girarme, me llevé un susto de muerte: una de las mujeres estaba frente a mí, portando en una de sus manos un humeante puchero de hierro enlozado, color rojo óxido y una bolsa de magdalenas en la otra.
—Hola,
buenos días chavales —dijo con voz altiva— ¿Os apetece un poco de café?
Durante unos segundos me quedé perplejo. «¡¿Qué pasa?!» «¡¿Qué ocurre?!»,
gritaron, sin salir de su asombro, casi al unísono, mis colegas. Ella hizo
un gesto avanzando las manos a la par que reiteraba la consulta, bajando el tono de su aguda
voz. Miré a mis amigos y, al asentir ambos con la cabeza, di un paso para aceptar el
ofrecimiento.
—Si no
tenéis bastante o necesitáis algo más, podéis ir a la tienda, sin vergüenza, que allí
tenemos de to —dijo a la par que regresaba junto a los que, desde la distancia
y el silencio, nos observan.
Media hora después, devolvimos el puchero a su dueña
agradeciendo su generosidad con reiteración y, una vez acomodados sobre una Peugeot, una
Mobilette y una Derbi Obrera, nos fuimos a dar un garbeo hasta Rebollar.
Sobre la una, regresamos al campamento y, tras dejar
los ciclomotores apoyados sobre un par de alisos, nos dirigimos a la chorrera
con un claro propósito… y, a pesar del intenso olor a humedad, poleos, hierba
Luisa y demás fragancias florales y el murmullo de las agitadas aguas, comenzó
a llegar hasta nosotros un apetecible y delicioso aroma envuelto entre
humeantes estelas.
En torno a las dos menos cuarto, mientras que mis
amigos destripaban en la orilla los barbos capturados, comencé a preparar el
fuego y los utensilios que utilizaríamos para freírlos y, justo antes de
ponernos a cocinar, se acercó la señora acompañada de su marido.
—¿Os apetece
comer un poco paella? —consultó, con
voz suave, él.
Los tres miramos el montón de peces e hicimos un
gesto tratando de dar a entender qué haríamos con ellos. La verdad es que de
poco sirvieron la excusa y el tímido rechazo, ya que, fuimos delatados por el
brillo que adquirieron nuestros ojos.
—Os propongo
un trato.
Los tres dirigimos la mirada hacia él y, de manera
mecánica, hicimos un gesto con la cabeza en señal de consulta.
—El pescado
a cambio de un plato de paella para cada uno, ¿qué os parece?
Asentimos reiteradamente moviendo la cabeza, sin
necesidad de consultarnos entre nosotros.
—Pues,
¡venga!, no se hable más o se nos pasará el arroz —remató ella, a la par que la
comisura de sus labios se tornaban en una amplia sonrisa.
Durante la sobremesa, él nos contó que eran de
Cáceres, pero que se encontraban allí porque estaba destinado en el Cuartel de
la Constancia como subteniente, que vivían en una de las casas militares que
estaban ubicadas entre el Parque de los Pinos y el barrio de Procasa y que, al
vernos llegar de aquella manera, con el pelo más largo y la vestimenta tan
distinta a la que estaba acostumbrado, la desconfianza que le infundamos fue
tal que se pasó la noche en vela, tumbado boca arriba y con el arma
reglamentaria al alcance de la mano, más que nada, según él, por si se nos
ocurría hacer algo sospechoso durante la noche y que, tras observar nuestro
comportamiento durante el día siguiente, su esposa y él se conmovieron y que
eran incapaces de permitir que continuásemos superviviendo de aquella manera
mientras que a ellos no les faltaba de nada y que como consecuencia de aquello
aconteció lo narrado por mí anteriormente.
El atardecer llegó sin que nos diésemos cuenta y,
como todo lo que comienza ha de tener un fin, nos despedimos del matrimonio con
efusividad, recogimos nuestros enseres y desaparecimos de allí del mismo modo
que habíamos llegado, quiero decir, entre ruidos, humos y envueltos en la polvareda de aquel transitado camino.