29 de abril de 2009, seis y media de la mañana, en el garaje de los
Doménech-Capdevila.
—Está todo,
¿verdad? —consultó Alberto.
Meritxell
rodeó el Avant hasta situarse frente
al maletero con la intención de cerciorarse.
—Sí, cariño.
Por mí, cuando quieras.
Una vez que
la unidad familiar se acomodó en el interior del vehículo, Alberto introdujo en
el GPS los datos que le había facilitado unos días antes Andrés Caparrós,
esperó a que se cargasen la ruta y el mapa, seleccionó la opción sonido y, sin
más preámbulos, pulsó sobre la tecla «Ir a destino» y, una vez que el vehículo
pisó sobre el asfalto, tras accionar el mando a distancia para cerrar el
garaje: pusieron rumbo al destino. Y, al igual que siempre que se trasladaban
en este: los ocupantes del asiento trasero se entretenían escuchando música uno
y jugando...; los demás, uno pendiente del tráfico; la otra, tecleando
frenéticamente sobre el regazado portátil «Tomar Carretera de Aribau y Vía
Augusta hasta los túneles de Vallvidrera... continuar hacia la C-16» —indicó con voz mecánica desde la
consola donde estaba ubicado el GPS.
Andrés Caparrós, además de ser amigo de Alberto desde
la infancia, había heredado la lonja que durante generaciones había atendido
las demandas de las mercerías de la ciudad, y aprovechando, por un lado, la
decadencia del sector y, por el otro, el auge que había experimentado la
construcción prácticamente desde el cambio de siglo, valiéndose de los
conocimientos empresariales que había adquirido años atrás acudiendo a la Facultad de Economía y
Empresas en la Universidad
de Barcelona, desde el 2002 se había convertido en el dueño y gestor de la
inmobiliaria que estaba contigua al renovado y fructifico negocio de los
Doménech. Andrés, como todo buen negociante, siendo conocedor del transito de
clientes y la cantidad de bolsas con las que estos salían del establecimiento:
propuso a Alberto la idea de disfrutar del puente de mayo rodeados de los
maravillosos paisajes y el sosiego que ofrecen de manera gratuita los pueblos
de alta montaña.
—Incorpórese
a C-16/C-58 —dijo utilizando el mismo tono voz, el utilísimo aparato—:
Continuar por C-16 —indicó de nuevo, dos kilómetros después.
A pesar de no
coincidir con las vacaciones estivales o invernales el transito de vehículos
era abundante, Alberto no podía distraer la atención de la vía para contemplar
la esplendorosa hermosura que comenzaban a mostrar los Pirineos Orientales.
—Girar
ligeramente a la derecha para incorporarse a E-9 —indicó la familiarizada voz después
de un largo silencio—: Incorpórese a D-70 hasta Impasse Saint-Joseph —irrumpió
el silencio ciento ochenta metros después—: Ha llegado a su destino —informó
pasados unos segundos.
Las 8:30
marcaba el reloj de la consola del Avant cuando
Alberto detuvo y estacionó el vehículo, seguidamente, los cuatro ocupantes se
bajaron y comenzaron a estira piernas y brazos.
—Buenos días
—dijeron casi a la par Andrés y Ana María, su esposa, luciendo una amplia
sonrisa—: ¿Qué tal el viaje? —consultó él tendiendo la mano a Alberto.
—Bien, bien,
aunque he de reconocer que de no ser por el GPS no sé si ahora estaríamos aquí.
—La verdad es
que yo ni siquiera me he enterado —dijo y explicó Meritxell—: me he conectado a
Internet y como siempre: el tiempo se me
ha pasado sin ser consciente.
Andrés
consultó a los jóvenes, Alejandro, que
se había quitado uno de los auriculares al descender del coche,
respondió prácticamente lo mismo que su madre; Patricia «igual que ellos dos»
—respondió señalándoles con el mentón y, sin más que añadir, continuó dándole a
las teclas.
Tras el
recibimiento.
—Bien, pues
entonces..., si os parece bien, podríamos ir a visitar la vivienda.
Alberto
consultó con la mirada a su esposa e hijos.
—Todo
perfecto. Tú dirás —indicó Alberto
—Subamos a
los coches y vayamos hacia allí —indicó señalando hacia el horizonte, Andrés.
Unos minutos
después, tras estacionar los automóviles en frente del a la adosada vivienda.
—Voilá —dijo desde el otro lado de la
calle— a vuestra disposición, en ella disfrutaréis del largo fin de semana...
Frente a
ellos, se erguía una preciosa vivienda unifamiliar, de dos alturas, construida
siguiendo la estética de las típicas casas ceretanas, mezclando piedra y
madera. Sobre el inclinado tejado, a dos aguas y recubierto de pizarra natural,
destacaba estilizada chimenea y sobre esta una metálica y negra veleta. La
línea que separa lo público de lo privado estaba compuesta por un muro, de un
metro de altura, recubierto con piedra artificial modelo Sierra LIGHT Ruggine
(color pizarroso oscuro) y entre pilastra y pilastra, una verja lacada que le
daba un acabado metálico natural tipo forja y, justo en el centro del muro, una
puerta mecanizada de doble hoja, realizada y terminada siguiendo los patrones
de la verja, que permitía ver a través de los
estilizados barrotes una senda de 1,20m² de ancho por tres de largo
embaldosada con adoquín de barro natural cocido en horno de leña y, a ambos lados
de esta, un pequeño parterre de césped bien cuidado y lindas flores en los
laterales. En el extremo izquierdo del muro, una puerta de iguales
características, excepto en las dimensiones, conducía hasta el soterrado
garaje.
—¡Adelante,
familia! —dijo tras abrir la puerta Andrés, haciendo al compás un ademán de
cortesía.
La fachada
estaba recubierta con el mismo material que el muro divisorio, pero más bien
tirando a beige. Los dinteles y pilares de las ventanas balconeras estaban
realizados con vigas de madera laminada, lacadas en roble negro.
—Como podéis
observar, la carpintería exterior, está realizada en madera de iroko —informó Andrés, antes de
situarse en el soportal, frente a la rústica puerta de entrada y, tras girar
reiteradas veces la lave que había introducido en la cerradura, haciendo un
gesto con la mano les invitó a entrar. Coincidiendo con la apertura, un
dispensador eléctrico lanzó un agradable aroma a flores silvestres y, a
continuación, cómo si de un museo se tratase, fueron guiados por los
anfitriones. Los Doménech-Capdevila, escudriñaban cada rincón sin perderse el
más mínimo detalle. Los techos estaban constituidos por vigas transversales, de
madera laminada de 80x120mm, separadas unas de otras a un metro, lacadas en
caoba, y sobre estas, en sentido contrario, cubriendo los vanos, lamas de pino
natural teñido de sapeli. En la planta baja, los suelos estaban cubiertos por cerámica porcelánica de
16x100cm en color cerezo lapado, simulando ser
tarima flotante (no por ahorrar costos, sino porque es mucho más
resistente al desgaste y el transito de personas). A mano derecha, un amplio
salón-estar (40m²), en cuyo techo destacaba una lámpara de porte moderno
realizada en negra forja; y a la izquierda de este, se hallaba una espaciosa
cocina abierta, con forma de u, cuya pared frontal estaba revestida con
azulejos de 10x10cm con distintas tonalidades que iban desde el crudo al beige,
colocados de manera ajedrezada y, delimitado la parte alta de la baja, a modo
de cenefa, intercaladas algunas piezas decoradas con vegetales, aves, frutas y utensilios acordes.
El mobiliario, todo él construido con madera de roble natural lacado en mate y
los electro-domésticos incrustados en su lugar correspondiente. Sobre la
encimera, de granito verde, llamaban la atención un horno microondas y la
rústica grifería, ambos en acero inoxidable, y alumbrado el conjunto, desde el
techo, un paflón fluorescente y, a través de una puerta acristalada, situada en
el lateral derecho de la cocina, accedieron a una terraza de unos 30m² con
vistas a las cercanas montañas. Al lado izquierdo de la puerta de entrada, se
hallaba un aseo con las paredes revestidas de azulejos cerámicos de efecto
oxido en formato 20x40 colocados en horizontal,
y, tras una mampara de aluminio lacada en cerezo oscuro, un plato de
ducha de carga mineral en color grafito,
a ras de suelo. Y, entre el salón y la cocina, frente a la puerta de entrada,
al otro extremo del salón-estar, una descansada y compensada escalera, toda
ella construida en madera, dividida en tres tramos y quince peldaños, que
conducía hasta la segunda altura. Una vez allí, observaron que el inclinado
techo estaba formado por vigas y cuarterones de diverso grosor teñidos de roble
oscuro y entablado con lamas de abeto de 250x25x2cm. patinado en caoba. Los suelos estaban
revestidos de tarima flotante en roble arrabal, las puertas, armarios
empotrados en roble blanco. En el desahogado distribuidor se podían ver a
primera vista, sin necesidad de encender las luces gracias a una enorme
claraboya situada en la misma cumbre del tejado, cinco puertas y, tras abrir la
que estaba frente a ellos, Andrés accionó el interruptor y se sorprendieron
tanto por la espaciosidad como por el hecho de que el dormitorio principal
estaba completamente amueblado, en el centro se hallaba un moderno canapé
cubierto por una funda nórdica, y, a ambos lados de este una mesilla con su
correspondiente lamparilla. Andrés se
dirigió hacia el ventanal e invitó a que los Doménech-Capdevila se asomasen a
contemplar las vistas.
—Desde aquí
se puede ver todo el valle —dijo apoyándose sobre el negro y forjado balaustre,
Alberto.
—Las vistas
son espectaculares —gritó, dejándose llevar por la emoción Meritxell.
—Como os
habréis dado cuenta, la casa está perfectamente equipada para entrar a vivir:
de hecho, desde que se construyó en 2005 y hasta el día de hoy: se ha estado
alquilando tanto en verano como en invierno a quienes se desplazan para
practicar alguna actividad de montaña.
Al salir del
dormitorio principal, abrió la que estaba junto a este a mano izquierda, un
dormitorio juvenil, y a la izquierda de este, dando a la fachada posterior, un
baño completo y en mitad del techo de este una claraboya con dos funciones,
ventilación y proporcionar luz durante el día, y bajo esta una bañera vista de
hierro fundido, apoyada sobre unas garras en acero inoxidable y lacada en
blanco, adornada con una línea desigual de flores verdes y amarillas de
distintas formas y tamaños al rededor de esta. Las paredes revestidas, hasta
media altura, de manera ajedrezada con azulejos de 10x10 alternando el verde
claro de unos y el crudo de los otros, y el suelo con el mismo material que la
plata de abajo. Retornando al despejado vestíbulo, a la derecha de la puerta
central, se hallaba otra jovial habitación muy parecida a la anterior, una cama
de 90 cubierta con un edredón estampado y,
tras abandonar el baño, abriendo la puerta que daba a la fachada de
atrás, un pequeño cuarto tan vacío como despoblado. Todos los cuartos tenían en
común, su forma abuhardillada, las ventanas balconeras y las claraboyas.
—¡Ah!, se me
olvidaba deciros que la vivienda está totalmente domotizada —añadió Andrés.
—¿Y eso qué
es ? —curioseó Patricia.
—Se llama
domótica al conjunto de sistemas capaces de automatizar una vivienda, aportando
servicios de gestión energética, seguridad, bienestar y comunicación, y que
pueden estar integrados por medio de redes interiores y exteriores de
comunicación, cableadas o inalámbricas, y cuyo control goza de cierta
ubicuidad, desde dentro y fuera del hogar. Se podría definir como la
integración de la tecnología en el diseño inteligente de un recinto cerrado...
O, lo que es lo mismo, las persianas, la calefacción, cerrar las llaves de paso
de agua, de gas... sin necesidad de estar en casa, por ejemplo, se te ha
olvidado conectar la alarma, o apagar la calefacción, o la quieres encender
para que cuando llegues la casa no esté tan fría, es tan sencillo como llamar
desde el móvil y darle la orden a la unidad de control que está situada junto a
la puerta de entrada y de manera manual indicando las ordenes a través de la
pantalla táctil... Aquí, está todo mecanizado —dijo, mientras recogía un mando
a distancia que estaba junto a la puerta y, tras accionar los botones, la persiana
incorporada en la claraboya subía o bajaba dependiendo de la intencionalidad de
Andrés «Bueno, pues ya solo nos queda bajar para ver el garaje» —indicó Ana
María.
Al llegar a
la planta baja.
—Pues
mientras vosotros lo veis, los niños y yo nos ocuparemos de sacar el equipaje
del maletero y meterlo en la casa.
—Me pido la
habitación que está junto al baño —gritó Alejandro.
—¡Jo!, que
listo —protestó Patricia—... y parecía tonto el niñato.
—¡Ja, ja,
ja!, haberte espabilado listilla.
—¡Venga! Dejaos ya de tantas tonterías y
ayudarme. Que cuanto antes terminemos, mejor para todos —sentenció Meritxell.
Media hora
después, se hallaban todos paseando por las inmediaciones del lago de Osséja,
Andrés, como buen negociante, sabía que palos tocar.
—Además de lo
que habéis visto, muy cerca de aquí se puede practicar el golf (hay cuatro
campos en un radio inferior a los once kilómetros), para esquiar hay dos pistas
menos de veinte minutos en coche, senderismo a pie, a caballo, en bicicleta...
En fin, cualquier actividad que se pueda realizar al aire libre y no solo eso,
además de venir en coche, se puede venir tanto en tren como en autobús... y qué
decir en cuanto a la calidad de vida o la paz, el aire y sosiego que aquí se
respira...
—Sí, la
verdad es que el lugar es digno de tener en cuenta —admitió Alberto.
Ana María y Meritxell conversaban sobre las
posibilidades que ofrecía el lugar donde se encontraban para pasar un día de pic-nic y disfrutar de mundo rural
estando al pie de casa. Los niños, mientras que los adultos conversaban, se
distraían contemplando las diferentes actividades acuáticas que realizaban la
mayoría de los que estaban de acampada en aquel maravilloso lago.
Y, para
rematar la faena, el que iba haciendo las veces de guía turístico, les invitó a
comer en un restaurante cercano. De primero, los adultos tomaron zarzuela de
mariscos, Alejandro y Patricia ensalada catalana; de segundo, Meritxell y Ana
María pidieron bacalao con pasas y piñones, Alberto y Andrés conejo a la
catalana y, calamares a la romana los dos hermanos. Para acompañar, alternaron
vino blanco para la zarzuela y el pescado y tinto, gran reserva, Costers del
Segre, para la carne y refresco de cola tanto para la ensalada como para los
rebozados. De postre, crema catalana unos y arroz con leche los otros. Durante
la sobremesa, los adultos tomaron café solo ellos y cortado y con leche, ellas,
y, para brindar, alzaron los cuatro chupitos de ratafía catalana y emulando lo
de arriba, abajo..., tras abonar la cuenta, salieron a pasear por los
alrededores del lago hasta que, al caer la tarde se despidieron hasta el día
siguiente.
Pasada la
noche.
Al amanecer,
alertada por el armónico trinar de los pájaros y la intensidad calórica y
lumínica percibida en su rostro como
consecuencia de la penetración de los oblicuos rayos de sol a través de las
rendijas de la persiana, Meritxell se despertó y, tras realizar varios
estiramientos y bostezos, se levantó tan contenta como unas castañuelas en día
festivo, se calzó las pantuflas y, con tanto sigilo como un felino que está
dispuesto a sorprender y dar caza a su presa, se lanzó escaleras abajo y condujo sus pasos hasta el
aseo y después, tras hacer sus necesidades y asearse, hasta la cocina y, una
vez allí, buscó en la parte alta de los armarios y, de uno, cogió un cazo y
cuatro tazas; de otro, un tarro de café soluble y un bote de leche condensada
que habría dejado allí posiblemente el último inquilino y abrió uno de los
cajones de la parte baja y comprobó que había un juego completo de cubertería
para seis servicios. Lavó todos los utensilios, puso a calentar agua en el cazo
y, cuando alcanzó el punto de ebullición, apagó la vitrocerámica, abrió el
tarro de cristal y, seguidamente, extrajo tres cuchadas colmadas del disoluble
producto y, al entrar este en contacto
con el hirviente líquido y fusionarse, desprendió un apetecible y aromático
efluvio que a la velocidad de la luz se expandió por toda la casa. Tomó el bote
de leche condensada y, sirviéndose de un cuchillo, abrió dos pequeños orificios
en laterales opuestos y posicionándolo
sobre el cazo, a una cuarta de altura más o menos, comenzó a dejar
caer sobre el negro y amargo café un
hilo de la espesa y dulce leche al tiempo que,
con la otra mano, ayudándose con una cuchara fue removiendo hasta que el
café tomo el color y el dulzor que estipuló conveniente después de irlo
probando de vez en cuando. Se dirigió hasta el frigorífico decidida a guardar
la leche sobrante; pero al llegar frente a este, se detuvo un instante y, sin
poderlo evitar, puso sobre sus labios uno de los orificios y, tras una larga
sorbida «Hmm, qué rica» —dijo al evocar
en ella un momento de su más tierna infancia.
—Buenos días
mamá —dijeron los tres casi a la par, ya vestidos y preparados para emprender
el nuevo día.
—Qué
maravilloso es despertarse con el canto melódico de los pájaros y el olor a
café recién hecho, ¿verdad?
Padre e hija
se miraron e hicieron un esbozo de sonrisa en señal de respuesta.
—Se conoce
que debo de entender poco de campo, sonidos y pájaros... pues mi imaginación me
hizo pensar que el metálico y molesto ruido provenían de los gritos proferidos
por unos cacharros que se negaban a ser bañados a una hora tan temprana
—respondió con tono irónico Alejandro—; aunque he de reconocer, que al percibir
el agradable olor: mi estado anímico se ha transformado considerablemente mamá.
—Lo que si os
digo es que hoy el desayuno será más bien ligero... he estado mirando por toda
la cocina y...
—¡Ja!, que te
crees tú eso —respondió Patricia blandiendo un paquete integro de galletas
rellenas de chocolate.
—Gracias hija
por ser tan previsora —articuló emocionada, la golosa mamá.
—Que conste,
que si han llegado hasta aquí: es porque anoche no me acordé y, hace un rato, al
sacar de la maleta la ropa que llevo puesta: me he puesto tan contenta que sin
darme cuenta se me ha pasado el cabreo
de haberme despertado por culpa del escándalo que has armado al abrir y cerrar
los armarios.
Todos rieron
durante unos minutos las ocurrencias de los benjamines de la casa.
Estaban
terminando de introducir los utensilios en el lavavajillas cuando escucharon el
estentóreo y reiterado toque de claxon. Alberto condujo sus acelerados pasos
hacia el salón y, tras pulsar el botón para subir un poco la persiana: «Ya
están aquí... daos prisa» —chilló al reconocer el negro Nissan Pathfinder de
Andrés, dejándose llevar por la impaciencia.
Cumplimentado
el ritual de saludos, una vez acomodados en el interior del vehículo y
abrochados los cinturones de seguridad, partieron hacia en destino previsto: el
lago de Matemale (Francia).
Al llegar al
lago, a eso de las diez y cuarto, junto al aparcamiento principal, Alejandro
miró a través de la ventanilla, se giró hacia Patricia y le consultó con la
mirada, ella asintió exhibiendo una linda sonrisa:
—Papá,
¿podemos probar qué se siente? —preguntó Alejandro a la par que se acicalaba el
llamativo y estilizado tupé.
—Sí, claro:
se supone que hemos venido a disfrutar.
El ritmo
cardíaco de los jóvenes iba in crescendo
al ser conscientes de que los próximos en subirse a las camas elásticas serían
ellos. Nervios y ansiedad se adueñaron durante el tiempo que tardaron en
colocarles las medidas de seguridad. Tomaron impulso siguiendo las instrucciones
y al experimentar la sensación de poder «volar» se vieron envuelto en una
explosiva mezcla de sentimientos encontrados, tan pronto los chillidos eran de
terror como los gritos, de júbilo.
—¿Os
apetece dar una vuelta en trineo?
—consultó Andrés.
Padres e
hijos se miraron mutuamente y se encogieron de hombros.
—¡¿Sin nieve?!
—exclamó Meritxell.
—No es
necesario, los trineos, en lugar de esquís llevan ruedas.
—Sí, sí, sí,
sí—respondieron al unísono y entusiasmados Alejandro y Patricia.
—Vayamos
entonces —indicó Alberto.
Al llegar a
la zona destinada a esta actividad, tras el cálido recibimiento por parte del musher, comenzó una entretenida charla
sobre el aprovechamiento de los perros y las distintas razas que componían la
tripulación, y, una vez explicadas las instrucciones y las palabras claves que
tendrían que utilizar durante el trayecto, padres e hijos, supervisados
continuamente por el musher,
partieron hacia la ruta destinada a los principiantes. Los veinte minutos que duraba la aventura les
supo a poco o al menos así lo intuyó Andrés al ver la cara que pusieron al
poner los pies en tierra los Doménech-Capdevila.
—No os
preocupéis: podréis volver a repetirlo cualquier otro día.
—¿Os gustaría
motar a caballo? —sugirió Ana María.
Todos
asintieron con reiterados y enérgicos movimientos de cabeza.
—No es
necesario tener experiencia, los caballos son muy dóciles y están acostumbrados
a tener que lidiar con todo tipo de público.
—Mejor que
sea así, porque me imagino que no tendrá nada que ver con montar en moto,
¿verdad?
—No, no, nada
que ver...; pero puedo asegurarte que no entraña ningún riesgo, y fíjate si
será fácil, que hasta yo me animo a venir de vez en cuando.
A eso del
mediodía, retornaron al punto de partida.
—Ya que
estamos aquí podríamos irnos de pic-nic
—sugirió Alberto al ver como otros recogían su correspondiente cesta de
alimentos.
—Fenomenal
—respondió Andrés—, de hecho os lo iba a proponer.
Se pusieron
en la cola durante unos minutos para recoger las vituallas.
—Solo nos
falta encontrar el lugar apropiado para degustar estas exquisiteces —dijo después
de recoger la Visa
y salir del establecimiento portando una gran cesta en su mano derecha, Alberto.
Unos pasos
después, ocuparon una de las típicas mesas de madera que estaba situada bajo un
centenario y frondoso árbol y comenzaron a depositar sobre esta el contenido de
la cesta: dos salchichones, seis porciones de queso, un hermoso taco de jamón,
dos botellas de vino de la región, refrescos de cola, pan con tomate,
escalivada, ensalada catalana, macedonia de frutas, tres tabletas de chocolate
y un kit de media docena de vasos,
platos y cubiertos desechables y después de reposar un par de horas, antes de
despedirse del lugar y regresar a Osséja, se fueron a practicar el tiro con arco, durante un par de
horas.
El domingo,
ambas familias habían acordado, en la víspera, dedicarlo al relax. El cielo
amaneció de un azul intenso, la temperatura era tan agradable que invitaba a
pasear. Alberto consultó a los suyos y se animaron a disfrutar tanto del
espectacular día como de las últimas horas por las inmediaciones del lago de
Osséja. Se estaba también por allí que, sin darse cuenta, se hizo la hora de
comer. Entraron en el restaurante, se metieron entre pecho y espalda: de
primero una contundente y sabrosa ración de mar y montaña; de segundo, lubina a
la brasa rociada con vinagre y ajos refritos, para acompañar tomaron cerveza
los adultos y refresco de cola los jóvenes; de postre, optaron los cuatro por
una porción de tiramisú. Durante la sobremesa, además de tomar café, Alberto y
Meritxell, tras compartir con sus hijos una breve y efusiva conversación,
acordaron por mayoría absoluta que sí. Alberto sacó su móvil del bolsillo y
marcó un número:
—¡Dime,
campeón! —respondió Andrés, tras descolgar y haber reconocido el número que
aparecía en la pantalla.
—¡Oye, qué
sí! —exclamó Alberto.
—Que sí,
¿qué?
—Mañana, a
primera hora, me pasaré por tu despacho para tramitar la documentación.
—Perdona,
pero no sé de que me estás hablando.
—Que nos
quedamos con la casa.
—No creerás
que te he invitado a pasar el fin de semana con el propósito de realizar una
operación mercantil, ¿verdad?
—No me creo
nada. Hace años que le prometí a Meritxell que con el tiempo tendríamos nuestra
casa de campo y que mejor lugar que este para llevarlo a cabo.
—La verdad es
que no tenía en mente el venderla, pero bástese que seas tú el interesado, creo
que podremos llegar a buen puerto.
—Bueno, pues
nada. Nos vemos en Barcelona.
—Adiós, adiós
¡Hasta mañana!
—¡Chist!
¡Chist! —dijo Alberto, al tiempo que levantaba la mano para llamar la atención
del camarero que les había atendido.
—Buenas,
¿deseaba algo más, señor? —saludó, y consultó con voz clara el joven mesero.
—Sí, cuando
pueda me trae la cuenta.
—Un momento
por favor.
Regresó en
menos que canta un gallo, depositó sobre la mesa el típico platillo con el
tique, Alberto lo miró, se levantó para extraer la billetera del bolsillo
trasero de su pantalón vaquero y le entregó el importe de la factura más diez
euros.
—¡Muchas
gracias, señor!
—A usted por
el buen servicio, y felicite también a los de la cocina de mi parte...
—agradeció y, seguidamente, indicó a los suyos—: ¡Venga!, todos en pie, que nos
vamos para Barcelona.
—¡Qué tengan
buen viaje señores! —dijo luciendo una sonrisa sincera el servicial joven.
Y, sin más
preámbulos, salieron del establecimiento, condujeron sus pasos hasta el
aparcamiento y, tras introducirse en el vehículo, ponerse cómodos y abrocharse
los cinturones de seguridad y del mismo modo que habían llegado tres días antes, se
marcharon...